La huelga general y nosotros, que la quisimos tanto
La habíamos querido tanto que su foto se nos consumió en el bolsillo del corazón. Nunca la vimos, es cierto. Pero su sola existencia en algún lugar de la historia nos mantenía en pie entre las células caídas. Pasamos la juventud con el apañete de efímeras manifestaciones o con la caricia nerviosa del esprai sobre los muros de la noche. Sin embargo ella era algo más. Y entre los resuellos de la huída o la soledad vencida en los calabozos de jefatura la presentíamos, ahí afuera, dulce como la revolución y bella como las multitudes. Se llamaba Huelga General y nunca llegó cuando la esperábamos. Sólo ayer, casi sin ira y con la libertad real de la calle y la palabra, la vimos por primera vez y nos sedujo. "Menudo plantón", le dijimos. "Hace 20 años Carrillo nos dijo que estabas al caer". Y esa Huelga, sabia y paciente como la geología del Hombre, respondió: "Santiago siempre ha hablado muy lentamente". Y nos tomó del brazo y nos arrastró por las calles de la ciudad perpleja y nosotros detrás, porque esa Huelga tardona nos debía un polvo y el cuerpo conoce razones que la razón ignora.En el clima mediterráneo de Barcelona una huelga general es lo más parecido a tina nevada: ese silencio de algodón por las fachadas y un único tema de conversación en las aceras. De pronto descubrimos que la ciudad está llena de señores con perrito y de burguesas enjoyadas convertidas en diosas de alcoba ante el riesgo del piquete. Por el páramo del Ensanche, se tropiezan gentes despistadas con mucho día sobrante en la mirada. De vez en cuando se intuye un estruendo de billetes en la penumbra de las cajas de ahorro y, al cabo, sale un ciudadano con la cartera saciada. En las oficinas bancarias hay una liturgia de garitos bajo la ley seca. De pronto el dinero se ha convertido en una mercancía vergonzante e incluso la Bolsa -de Barcelona compra y vende los valores en voz baja y el recitativo de las cotizaciones parece la antífona de un extraño canto gregoriano interpretado por una cofradía de capitalistas perseguidos.
En Gràcia los comercios de la plaza de la Revolución están todos cerrados. Los clientes golpean con los nudillos y la puerta se entreabre. En la parte que da al sol un numeroso grupo de abuelos juega a la petanca como cada día. A lo mejor los grandes cambios de la historia son sólo eso: una carambola casual en un día de huelga. En esta parte de la ciudad hay un silencio mineral que cubrre todo el barrio. Desde la esquina de Torrent de L'Olla, normalmente atestada de vehículos, se escucha el ruido de las esferas metálicas de los jubilados. Ahora, la campanilla veraniega de una bicicleta. Un oficinista con corbata se desliza en solitario por la pendiente. Del bolsillo asoma un bocadillo envuelto en papel de periódico. El zumbido de la bicicleta nos arrastra por el tunel del tiempo a aquellos año; sin televisor ni cine, sin metro ni asfalto. En el día de hoy la megápolis ha sido más aldea que nunca y la gente ha vuelto a sacar sus sillas a la acera para hablar del gobierno Maura, de que Blériot ha cruzado el canal de la Mancha en su avioneta y que la Mistinguette triunfa -¡cómo no!- en el Paralelo.
En el Bulevar Rosa del paseo de Gràcia las tiendas han abierto. Las vendedoras más bellas y modernas de la ciudad esperan tal vez a que el ángel exterminador marque con una cruz sus escaparates y las libre de la protesta obrera. Todas están en el pasillo mirando en dirección a la calle por donde deberán llegar los sindicalistas, descamisados y airados, para convertir sus establecimientos en escaparates de la huelguería fina. A las once de la mañana aparecen. Son un centenar. Los cinco primeros van de tienda en tienda explicando el paro con modales de Harvard. Los 95 restantes golpean los cristales y las niñas de las boutiques se descomponen, porque ya se sabe que los comerciantes tienen el corazón de luna pulida cristañola. Se enfrentan verbalmente en los pasillos. Ellas, salidas de una página de Vogue. Ellos, de los archivos del siglo. "¡Fuera la gente guapa!", grita alguien. Y por el Bulevar desfila entonces la santa compaña de Isabel, de Cuca, de Massiel, de la Miró, de los Albertos, del Azor, del Mystére, y de tantos otros fermentos de protesta.
De regreso a la ciudad que nos perteneció este día, lo hicimos con el músculo cansado y la mente en blanco. Tras el amor, la Huelga General se fumó un cigarrillo y preguntó: "¿En que piensas?". Y algunos respondimos como siempre: "En nada".
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