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El retorno de los agentes sociales

Diego López Garrido

La Constitución de 1978, con un lamentable retraso, cumplió de una forma atípica la función de gran pacto social, que en los países europeos democráticos se ha venido expresando después de la II Guerra Mundial a través de otros procedimientos legales o convencionales.Según ese pacto implícito, los trabajadores españoles (en el más amplio sentido) no pondrían en cuestión la economía de mercado y la libertad de empresa a cambio de poder dirigir, a través de la vía sindical, también libremente, su permanente lucha por la distribución de la riqueza producida.

La Constitución abría el camino legal para la movilización de los agentes sociales y su entrada en la definición y control de la política social y económica del país, los créditos, las inversiones, el empleo, la política de bienestar.

La Constitución estableció, pues, las condiciones jurídicas para que pudiera producirse a partir de 1978 una transformación de la orientación de las políticas desarrolladas por los Gobiernos franquistas: una variación de la forma constitucional para que pudiera romperse el fondo de la política cerrada y oligárquica -aunque no inmóvil ni ciega- de! sistema autoritario.

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Pero la democracia de 1978 se construye sobre una transición pacífica porque los sectores sociales más beneficiados por la dictadura, las clases dirigentes, los aparatos del Estado más ligados a ese sistema de poder, no sufren directa e inmediatamente lesión en sus posiciones. Es decir, el proceso de reforma política permite que se garanticen las libertades básicas, se democraticen los poderes legislativo y ejecutivo y se legalicen partidos y sindicatos, pero también permite que las políticas esenciales (defensa, justicia, servicios, economía) experimenten pocas variaciones sustanciales respecto al pasado.Sería un ejercicio investigador fascinante comprobar hasta qué punto las políticas públicas de la democracia guardan un cordón umbilical de continuidad con las políticas de los últimos 25 años, en sus contenidos y en sus protagonistas.

Lo cierto es que, a partir de 1978, un Gobierno y una mayoría parlamentaria pueden optar por seguir la herencia y las estructuras del ayer o iniciar un proceso de transformación profunda. Lo que el electorado vota en 1982 es precisamente la segunda vía: el cambio, ese programa enormemente atractivo que el PSOE supo resumir a la periecci5n con aquella palabra mágica.

Hoy, en 1988, cuando los sindicatos mayoritarios llaman a una huelga general contra la política del Gobierno, la percepción del conjunto de 'la base social que vota cambio en 1982 es que las políticas reales aplicadas por el Gobierno socialista se inscriben en el campo de ¡a continuidad, es decir, en lo que, desde la perspectiva de los grupos sociales beneficiarios y sus relaciones de poder, no ofrece perfiles estructuralmente distintos de fondo respecto de la política de Gobiernos anteriores.

Este factor capital, que explica en buena medida un fenómeno tan peculiar como la debilidad de una derecha política, alcanza seguramente su manifestacíón emblemática en la política económica, aquella que está en el punto de mira de la movilización de los trabajadores el 14 de diciembre.

La política económica de la sociedad posindustrial es de enorme complejidad. Por eso, el continuismo, entendiendo por tal otorgar el protagonismo a los agentes económicos empresariales, es siempre una tentación para el gobernante. La política de los Gobiernos españoles ha venido incidiendo en esa línea, ofreciendo una estrategia de salarlo social diferido que entrega la última decisión inversora (productiva) y de creación de empleo a la libertad empresarial. omnímoda. Es una vía hacia la fractura de la sociedad laboral, en la que no se compensa la fuerte pérdida de ocupación en el sector industrial con el lento crecimiento en el sector se¡vicios.Toda estrategia de salario social diferido exige una capacidad de rnantener las expectativas y promesas de futuro, pera esto es lo que ya ha desaparecido en el mundo laboral español, con la creciente convicción de que la moderación salarial no se retribuye con la inversión productiva, sino, más bien, con una fuerte actividad especulativa, que sitúa a la población activa en un lugar de mero espectador, no beneficiarlo ni a corto ni a largo plazo de las revueltas palaciegas financieras.

La política econórnica española, puesta en coniacto con la realidad comunitaria europea, no ha hecho sino ahondar en una fisonomía neoliberal que ofrece creciente capacidad de acción a los agentes empresariales y mayor sujeción y disfuncionalidad a los agentes sindicales, produciendo en el seno de éstos la reacción que cabría esperar.

La glorificación del mercado como forma de asignaciór de recursos, sin la mediación política y sindical, lleva en su seno la progresiva confrontación con los agentes sociales. Pero, sobre todo, esa peligrosa estrategia, además de ser contraria a la constatación fáctica de que el crecimiento económico ha coincidido históricamente con la época de ampliación del Estado de bienestar y de la intervención sindical y no con los períodos de capitalismo sin freno, entra netamente en conflicto con la lógica constitucional.Y es que la utopía liberal del mercado necesita actores sociales, no organizados, no asociados, y convive dificilmente con la democracia política. En la esfera del mercado definitivamente libre, los recursos son distribuidos desigualmente; en la esfera de la democracia, por el el reparto de poder (sufragio universal) es igualitario. Por eso una política económica como la dominante en los últimos años no sólo encuentra cada vez más dificultades para sintonizar con los sindicatos, sine, que afecta al propio funcionamiento de los principios democráticos.

Efectivamente, la democracia española, con un Parlamento en tendencia hacia la atonía v con nostalgias tecnocráticas á un imposible Estado administrativo (en el sentido schmittiano), ha ido perdiendo gas en la medida en que las políticas públicas no han salido del continuismo.

Por eso la convocatoria de paro general se nos muestra como un revulsivo que introduce por vez primera en el sistema político español la discontinuidad con pasadas políticas de pasados regímenes. La huelga del 14-D es la discontinuidad. Es, objetivamente, una bocanada de aire puro frente a la cultura política de la indiferencia. Es un despertar de los agentes sociales en su contacto con el conjunto de la sociedad civil.

Este sentido de cambio profundo es lo que parece difícil de aceptar por el establecimiento. Porque los sindicatos desarrollan una dimensión fuerte de¡ Estado democrático frente a esa especie de pensamiento débil posmoderno que ha venido presidiendo la política económica y que ha sido presentado como modernización, como secularización o como legitimación.La huelga general pone en cuestión que la política económica merezca esos calificativos, y propone otra cultura de gobierno para la sociedad democrática avanzada. Una cultura para la que no existe la central¡zación política (yo o el caos), y en la cual los conflictos no son erradicables, condenables o suprimibles, sino sólo gobernables.

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