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Sobreros

Es la mía una generación de sobreros. De nosotros, sobreros definitivos e irrecuperables, cabe decir que, colectivamente, sobramos en el pasado que hemos hecho, nos echan del presente en que sobramos, sobramos del futuro que quisimos y no quieren que hagamos. Pero ¿qué es un sobrero, cuáles son sus clases y sus modos, cómo se enfrenta al destino común, a todo lo que ha o pudo haber servido y que ahora sobra?Comencemos por distinguir entre el sobrero y otras formas de existencia social análoga, en particular el anómico y el marginal. Todos comparten su condición de ciudadanos al margen, pero mientras los anómicos impugnan los contenidos y las pautas de la comunidad a la que pertenecen y los marginales aceptan / reivindican su ausencia en el hacer de la sociedad, los sobreros tuvieron y mantienen una inagotable voluntad de intervención social. El rasgo más característico de los sobreros es su inútil vocación de ser comunitariamente útiles.

En cuanto a la modalidad, puede hablarse, en términos genéricos, de dos clases de sobreros: los biológicos y los ideológicos. Entre los primeros, los hay de nacimiento, tan abundantes en los estratos inferiores; y los sobreros por el uso -la edad, el trabajo, los honores, los fracasos, la vida-, que proceden, sobre todo, de las clases medias. Ejemplos, tantos.

La edad: esas cohortes, cada vez más pobladas, de personas de 60 y 70 años, incluso de varones, que, abusivamente amparadas en la demográfica esperanza de vida de los paises Posindustriales, se empeñan en seguir ocupando un espacio social que nada justifica. "¿Cómo no se da cuenta Fernando de que a los casi 70 altos hay que quedarse en casa tranquilo, en vez de seguir corriendo de ciudad en ciudad, entrando, saliendo, incordiando? Es ridículo".

El trabajo: esos cincuentones jubilables y esos sesentones jubilados de la alta administración pública y privada que, so pretexto de una competencia técnica, de una experiencia vital y de una disponibilidad biológica que para nada hacen al caso, se aferran a las funciones sociales que quieren volver a desempeñar y se obstinan en seguir cumpliendo unos cometidos profesionales que otros, legitimados por la inobjetable calificación de su juventud, reclaman. "Es inverosímil. ¿Por qué Fernando, abuelo múltiple, con su inmensa fortuna, después de tantos años al frente de una gran sociedad, se afana todavía en presidirlo todo, en lugar de dejar paso a los jovenes y retirarse a disfrutar de la vida? Es inverosímil".

Los honores: "Pero ¿qué más quiere Fernando? ¿A qué viene esa voracidad y esa intemperancia en la búsqueda de nuevos cargos? ¿Pero no le han dado ya el retiro de diputado y la Gran Cruz de Isabel la Católica? Es penoso".

Los fracasos: "¿Has visto lo de Fernando? ¡Cuidado que lo hizo mal de presidente! Y ahora, 10 años después, aún pretende que le den algo. Es indecente".

Sobreros ideológicos son aquellos que sobreviven a la unilización, no a la realización, de sus ideales poiíticos por otros, sin reriunciar a ellos. La inexistencia pública a que esta sítuación les condena tiene como único cumplimiento personal su extinción civil. cuando no física: abolidos, suicidables, asesinados. Trotski es su ilustración más notable.

Mi generación acumula las dos clases de sobreros, la biológica y la ideológica. Demócratas de toda la vida, entre los 50 y los 70 años, helos ahí, supérstites del travestido democrático de 1976 y del socialismo del dinero de los ochenta. Gentes de poco gusto, que ni aprenden el ejemplo de discreción y oportunidad de Alfonso Carlos Comín, Antonio Amat, Pepe Martínez, Manuel Sacristán, Luis Martín Santos y tantos otros que supieron irse a tiempo; ni saben acentar las nuevas patentes democráticas de nuestros grandes conversos y de nuestros políticos-niños (hoy, ambos, protagonistas capitales de la hispártica democracia heredo-franquista). Aún más, se emperran en querer seguir dándole al manubrio de la acción pública.

¿Qué formas asume esa irnposible voluntad de persistencia ciudadana? ¿Cómo reaccionan, qué hacen, cómo se manifiestan los sobreros? Sus principales comportamientos parecen responder a una estructura cuatriactante: los elegiacos, los testigos-coartada, los cataclismáticos y los empecinados. Obvio es agregar que los cuatro elementos de esta tipología difícilmente se presentan puros, y que su combinación es muy frecuente, con excepción de los testigos-coartada, cuya recuperación exterior los segrega de los restantes.

¿Quién que cuente entre sus amigos a algún militante de la oposicion al franquismo no tiene que soportar varias veces al año los trenos del "contra Franco vivíamos mejor"? Al nostálgico "cualquier tiempo pasado" del viejo que ya ha salido de escena se añade en este caso la efectiva malversación de las esperanzas predemocráticas. En cualquier caso, entre los sobreros, y con la sola y ya citada excepción de los recuperados, del tufillo elegiaco no se libra nadie. Incluido este artículo.

Testigos-coartada son aquellos sobreros incorporados al aparato de los que patrimonializan, mandan. Su intervención es, en algunos casos, pública, casi siempre entre bastidores. Hemos tenido unos pocos, creo que alguno queda, subsecretarios, directores generales, alcaldes, hasta un ministro precarismático. Tenemos, sobre todo, redactores de discursos, consejeros áulicos. La función de estos sobreros no es la de avalar la actual condición democrática de las estructuras de poder en las que se han integrado. Esto quedó hecho en 1976-1977, de forma vergonzante, pero efectiva, por la única instancia que lo podía hacer, el conjunto de fuerzas democráticas agrupadas en la Platajunta.

Desde entonces, de lo que se trata es justamente de lo contrario, de sepultar esta legitimación fundante, que comienza tal vez en la reunión de Múnich de 1962 y termina con la fianza que los demócratas históricos prestan a la propuesta monárquica de Franco y a la autotransformación democrática -normas y hombres- de la dictadura, pilotada por Adolfo Suárez. El cometido esencial de estos testigos-coartada es garantizar explícita o implícitamente que la acción democrática apareció por vez primera, según la afiliación del testigo, en 1977 o en 1982. Y que quienes la protagonizaron fueron Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez y Felipe González. Lo demás, hermano sobrero, lo demás, apenas anécdota, pura insignificancia.

Todos tenemos un poco de Sansón en el templo. Los sobreros, con su proclividad al absoluto, algo más. Sobre todo en estos tiempos de simulacro permanente, de haceres zafios, de pragmatismo desmesurado, de fullería general, de tan patética ¿Cómo resistir al impulso de sacudir, apocalípticamente, el manzano del insolente "oros son triunfos y lo demás monsergas", con que los jóvenes listos, de hoy, nos adoctrinan día a día y desde todas las esquinas? Impulso que, en ocasiones, se torna en furor y que nos lleva a hacer del terrorismo prospectivo nuestro único futuro posible; de la negación universal, nuestro único soporte teórico, y, del exabrupto verbal (mea culpa), nuestra forma privilegiada de comunicacíón. No sin efectos perversos. Un solo caso. Gabriel Albiac es uno de nuestros intelectuales marxistas más lúcidos y, quizá, el menos, sumiso a l'esprit du temps. El nos enseñó, en su Althusser: cuestiones del leninismo, que hay que devolver a la teoría del Estado la complejidad que le es propia. Que ahora, en un reciente artículo en este diario, coincida aparentemente con los apóstoles del extremo liberalismo, en la impugnación cataclismática del Estado, no deja de ser desconcertante.

Los empecinados son los que siguen en el empeño de seguir en lo mismo. Con la rebaja, claro, que el tiempo -el histórico y el de uno- lleva siempre consigo. El diverso fundamento y grado de su entusiasmo y militancia los divide en puros y picorosos. La pasión de la utopía habita en los primeros y hace de su vida una emocionante apuesta a lo imposible. Viejos verdes del fervor, los naufragios y la grisura del presente son seguridad de su mañana radiante. Querer invertir los términos, por impaciencia o cansancio, les parece atentar al progreso de la historia. Conmovedores en su ingenua impotencia coleetiva, son individualmente ejemplares en la radicalidad de su entrega.

A los empecinados-picorosos, la edad, en cambio, les ha ganado a la hipocondria, que, como decía Gérard de Nerval, es un mal terrible porque hace ver las cosas como son. Y la razón crítica, a golpe de desencantos, ha acabado achicando su horizonte utópico e incluso les ha hecho advertir los desafueros de las revoluciones cumplidas. Pero una cierta desazón vital, eso que en Carcaixent flaman "la picor", les saca de casa y les empuja, entre lo lúdico y, lo ético, a activar sin esperanza su carga de esperanzas. El reallismo de la andadura los convierte, con las debidas precauciones de uso, en periféricamente -eso, ¡lejos, lejos!- utilizables, pero la condición de sus propósitos, inasimilables, aunque modestos, estrecha los límites de su recuperación.

Concluyamos. ¿Qué hacer con los sobreros? No escuchéis a los que predican el tiempo que con todo acaba. Ya es hora de que sean útiles, de que sirvan, de verdad, para algo. ¡Al hoyo con ellos! Aprovechémoslos para el parricidio fundacional. Que el bollo es nuestro. Dicen.

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