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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra del 14

COMO QUIEN despierta de un sueño, el Gobierno ha descubierto que no es tan amado como cree merecer. Algunas de sus reacciones ante la convocatoria del día 14, trasladadas luego a la dirección del partido que le sostiene, han contribuido a dramatizar la situación en medida muy superior a lo que la realidad -y la prudencia política- aconsejan. Afirmaciones como que es la legitimidad del Gobierno democrático la que está en cuestión, evocaciones de la huelga revolucionaria de 1934, referencias al carácter inevitablemente violento que adquirirá la movilización, otorgan al llamamiento de los sindicatos unas resonancias épicas de las que inicialmente carecía.Del poder emana un único mensaje: "Van a por nosotros". Y una consigna: "Tenemos que defendernos". Y, puesto que se trata de una guerra, se empuña el hacha y se suspende el juicio, actitud compartida por sus antagonistas; los responsables socialistas han rivalizado buscando enemigos y conspiraciones por doquier. Los rojos, los héroes del domingo, los desestabilizadores de siempre. La dinámica resultante de esta escenificación por adelantado de un poco verosímil apocalipsis no podía ser otra que la que es: la polarización de la sociedad con arreglo a parámetros pasionales antes que racionales.

Tampoco se entiende bien la obsesión de los sindicatos por negar que haya un objetivo político en su desafío. Lo hay, pero ¿dónde está escrito que la política sea cosa vedada a aquellos a los que, en la división de tareas acordada en Suresnes o donde sea, se les asignó la parcela sindical? Los sindicatos españoles son lo que son, y resulta ingenuo esperar de ellos un comportamiento a la japonesa o siquiera a la alemana. No es que haya que felicitarse por ello, pero una estrategia inteligente debería partir de la realidad existente y no de la imaginada. A quienes, por despiste o mala fe, afirman que la política económica practicada por los socialistas es pura y simplemente de derechas, el Gobierno tiene razón en responder mostrando las diferencias con la política practicada por Margaret Thatcher, por ejemplo, que es la que aquí posiblemente intentarían aplicar los conservadores de Fraga si gobernasen.

Pero, sin negar que hay otras diferencias -expresadas en las prioridades presupuestarias, por ejemplo-, uno de los rasgos distintivos del proyecto socialdemócrata consiste precisamente en el papel participativo asignado en él a los sindicatos y otras organizaciones intermedias. Es cierto que las centrales son débiles, como lo son las asociaciones de vecinos, de consumidores, de jóvenes; pero ello no debería ser motivo de satisfacción, sino de reflexión y apoyo, para un Gobierno que aspiraba a hacer de la pasada por la izquierda un ensayo de articulación de la sociedad con arreglo a valores diferentes a los marcados por el prestigio del dinero y el éxito social. Un Gobierno democrático ha de responder a demandas más generales que las de la base social que le apoya, pero la participación de esta base, a través de sus asociaciones, en la definición de las prioridades es decisiva para la viabilidad misma del proyecto. Negociar significa estar dispuesto a ceder, y no simplemente a convencer al interlocutor. Cuando Felipe González exige a los sindicatos que presenten un plan global alternativo que mejore el suyo lleva hasta el límite la lógica de la perfección: no es imprescindible que los sindicalistas se presenten con la Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero bajo el brazo para tener derecho a discrepar sobre la política gubernamental en materia de pensiones o de salarios de los funcionarios.

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De hecho, esta actitud ha determinado en parte el carácter simétrico de la respuesta de los sindicatos. La exigencia de retirada del Plan de Empleo Juvenil del Gobierno para sentarse a la mesa, o su negativa a reconocer el carácter expansivo de los Presupuestos para 1989, revela poca perspicacia, escasa voluntad negociadora y bastante irresponsabilidad. Pero alguien debería haber previsto esta reacción cuando se está argumentando durante meses que las centrales carecen de representatividad e incluso insinuando que son un obstáculo perfectamente prescindible del entramado institucional y social.

El paro general constituye una iniciativa desproporcionada en términos racionales, y la elección del asunto del empleo juvenil para hacerlo fermentar, un ejemplo de incoherencia. Pero sería cerrar los ojos ignorar que otros asuntos aparentemente ajenos a las preocupaciones sindicales y a la política económica, pero muy relacionados con las actitudes de los gobernantes socialistas, han ido cargando las baterías que han llevado a este desenlace.

Los sindicalistas son políticos especializados en asuntos laborales, y sus reflejos no son sustancialmente diferentes de los de otros políticos, ni necesariamente menores sus errores o su tendencia a dejarse arrastrar por pasiones o intereses particulares o de grupo. Pero, en este momento, las presiones que, de manera más o menos imprecisa, expresan con su iniciativa reflejan bastante cabalmente el sordo descontento -y desconcierto- que en la base social del proyecto de cambio se ha ido germinando por efecto de la adaptación vertiginosa de algunos dirigentes socialistas a los valores, usos y costumbres de quienes hasta ahora mandaron siempre en este país.

La movilización del 14 no se va a parar con apelaciones al lobo del comunismo o conferencias sobre la buena gestión económica. Precisamente porque, como ellos mismos afirman, es una movilización política y no aparece en el panorama nacional ninguna fuerza capaz de capitalizar el eventual éxito de la movilización, los socialistas deberían obtener la lección de que la continuidad del proyecto socialdemócrata exige menos arrogancia, más negociación y una mayor sensibilidad a la hora de vertebrar al país y sus agentes sociales.

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