Uso y abuso de la democracia
Una vez más he tenido ahora la oportunidad de asistir desde Nueva York a unas elecciones generales en Estados Unidos, siguiéndolas día a día, esto es, presenciándolas a través de la pantalla televisiva, que es como más de cerca pueden observarse hoy los acontecimientos públicos, y en particular los de carácter político. Sin duda, este medio de comunicación acentúa hasta un extremo absurdo los aspectos de espectáculo que tales acontecimientos han de revestir siempre, y que quizá sean inherentes a su índole, pero creo que el escamoteo de la sustancia política, transformada en mera y grotesca espectacularidad durante la reciente campaña de propaganda electoral, no debe achacarse a la televisión misma, como algunos pretenden. La pantalla transmite aquello que se pone ante sus objetivos, y así, antes que causa del fenómeno, sería más bien el instrumento de su proyección.Por cuanto se refiere al alcance político del espectáculo lamentable que los pasados comicios americanos nos han ofrecido, sólo diré que han venido a confirmar en mí una penosa impresión, ya recibida en ocasiones previas: la de que este país se encuentra sumido en una crisis institucional muy honda. Creo que se está produciendo aquí -y es cosa que puede notarse a ojos vistas- un desajuste creciente, casi podría decirse una desconexión, entre la maquinaria del Gobierno según fue establecida por virtud de la ley y de la práctica constitucional, y la sociedad sobre la que esa maquinaria debe actuar, una sociedad cuyos cambios estructurales a lo largo de dos siglos han sido muy profundos y, sobre todo en los últimos decenios, sumamente rápidos.Por lo pronto, resulta dato elocuente al respecto de esa crisis institucional el número creciente de abstenciones que el proceso electoral viene registrando. Hay que tener en cuenta para calcular su magnitud que, a diferencia de otros países donde no sólo es obligatorio el voto sino que se penaliza la abstención, aquí, en cambio, para poder votar es requisito indispensable haber acudido con antelación a inscribirse, lo cual permite que una gran parte del cuerpo electoral, sea por efecto de negligencia, desidia, desgana o desinterés, se desentienda de los comicios.
En 1980 y en 1984 había dejado de inscribirse el 47% de los ciudadanos con derecho al voto; y así, el tan ponderado triunfo electoral de Reagan, que se calificó en su día de "avalancha", estuvo, sin embargo, determinado por tan sólo un 25% de los ciudadanos con derecho a ejercer el sufragio. En las elecciones del pasado día 8 se estima que ha participado menos de la mitad de quienes hubieran podido y debido hacerlo: varios millones menos que en las anteriores, continuando así la línea de constante declinación de su número de cada una a la siguiente.
Tan baja participación en el proceso democrático revela una generalizada actitud de indiferencia en el pueblo frente a los gestores del interés público, actitud de desvío que por otra parte ha solido manifestarse en las conversaciones de los particulares como consternada lamentación por la baja calidad de los candidatos que los partidos políticos proponían al cuerpo electoral. Esta calidad ha ido descendiendo más y más en cada nueva ocasión. A decir verdad, la última vez que vi votar con ilusión y entusiasmo -justificado o no, que ésa es otra cuestión- por un candidato presidencial fue cuando, 28 años hace ya, se eligió al malaventurado Kennedy. Desde entonces acá las opciones presentadas por los partidos han sido cada vez más pobres, y aquellos ciudadanos que, a pesar de todo, se creían en el deber de acudir a depositar su voto, debían decidir para hacerlo no qué alternativa era la mejor, sino cuál de los candidatos resultaría menos malo.
Frustración e indignación
Esta situación, repetida una vez y otra desde entonces, ha llegado a su colmo en los comicios recién celebrados. La mansa consternación observada en ocasiones anteriores ha dado lugar en la presente a sentimientos de frustración, de indignación y de vergüenza que no sólo se desahogaban en las conversaciones privadas de la gente, sino que tomaban también expresión pública, muchas veces bajo las amargas formas del humor, de la ironía o del sarcasmo.
Si los candidatos presentados esta vez por los dos grandes partidos pudieron ser recibidos, dada la mínima entidad política de uno y otro, como una ofensa al cuerpo electoral, la campaña llevada a cabo por ellos, o en su nombre, constituyó sencillamente un insulto a la inteligencia de los ciudadanos y una burla de la democracia. Los lectores españoles, como los de todo el mundo, están enterados a través de la Prensa de cómo fue montado el tinglado de la campaña: uno y otro candidato se pusieron en manos de sendos equipos de operadores (handlers les llaman despectivamente en inglés, y yo lo traduciría al español castizo por mamporreros) para que los manejasen a la manera de títeres de feria, prestándose a declamar cual lección bien recitada todo aquello que esos especialistas creyeron -por lo demás, muy torpe y equivocadamente- que sería útil para conciliar simpatías a favor suyo y para desacreditar al adversario.
Pero ninguna información de prensa puede dar idea de lo que ha sido el nauseabundo espectáculo ni del disgusto de quienes han debido presenciarlo. Un prestigioso comentarista, el archiconservador William Safire, llegó a comparar esta campaña con las grotescas disputas entre Stan Laurel y Oliver Hardy... En suma, los tremendos problemas del país han estado ausentes en esas tristes parodias de debate, donde se pretendía nutrir al público con un pasto de necedades cuya vacuidad, a fuerza de tan repetida llegaba a hacerse insoportablemente tediosa.
¿Cómo se explica -es la pregunta inevitable, la pregunta que todos se hacen ahí mismo- que en un país tan poderoso, donde tan eminentes talentos concurren, no acudan a la arena política y procuren acceder al Gobierno hombres de más peso y mayor capacitación? Acaso sean varias las respuestas posibles, y acaso ninguna enteramente satisfactoria.
Pero cabría quizá señalar entre las causas inmediatas de esta deturpación de la democracia a la que estamos asistiendo algo que, por paradoja, es fruto de una intención plausible: el propósito de ahondar y extender la democracia misma, haciendo que el proceso selectivo arranque de la base popular. Me refiero, como es obvio, al mecanismo de las elecciones primarias. Al bajar la selección inicial de candidatos hasta el terreno llano que pudiéramos llamar de los comités de barrio, las miserias del politiqueo que toda lucha por el poder implica se desenvuelven en un nivel ínfimo, del que se excluyen las personalidades más calificadas.
A finales del siglo pasado, los partidos políticos de Estados Unidos habían sido objeto de serias críticas en razón de sus tendencias oligárquicas; pero lo cierto es que, si bien se considera, tendencias tales son propias e inevitables, deseables quizá, en cualquier organización encaminada a regular, jerarquizándolas, las relaciones de poder; y acaso esos mismos tradicionales partidos norteamericanos merezcan ser criticados hoy más bien, al contrario, por una falta de control y desarticulación interna que permite tan penosos resultados.
Desde luego que eso no basta por sí solo para dar cuenta cabal de la crisis que atraviesa la democracia americana, ya que por el otro lado -por el lado del partido republicano- la designación de su candidato, propiciada desde arriba, no ha sido precisamente más afortunada, y todavía había de vérsele sacándose de la manga para que lo acompañara en calidad de vicepresidente a una persona cuya clamorosa inadecuación hace temblar ante la eventualidad de que llegue a asumir la presidencia. Tan frívola irresponsabilidad por parte de quienes tienen en sus manos los destinos de su nación y, en gran medida, del mundo entero ha de responder, es claro, a causas mucho más hondas que las meras deficiencias funcionales del aparato político, que en sí mismas serían subsanables.
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