La hoguera de las vanidades
Al contrario que en el paso de la dictadura a la democracia, la transición económica tiene fecha fija en España. El período de convulsión para pasar de un capitalismo arcaico y proteccionista a un sistema de competencia y sin fronteras es el comprendido entre la entrada de nuestro país en la Comunidad Europea, en 1986, y el arranque del mercado único, a partir del 1 de enero de 1993. Es decir, siete años para los que no cabe más marcha atrás que la euroesclerosis y, consecuentemente, la muerte lenta de una idea de Europa sin lindes, incapaz de sobrevivir en el conjunto de las zonas privilegiadas del planeta.Por tanto, hay que ahorrarse este pensamiento débil e insistir enel avance hacia un mundo interdependiente. En esta función'se camina del mismo modo que durante la transición política: dando dos pasos adelante y uno atrás, acelerando la respiración y ofreciendo un perfil repleto de picos de sierra en el encefalograma colectivo.
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La hoguera de las vanidades
Viene de la primera páginaEntonces -desde 1976 hasta la llegada de los socialistas al poder, a finales de 1982- nos conmovieron hechos tan contradictorios como la legalización del PCI-7 o el intento del golpe del 23-F, y se quedaron en la cuneta algunos políticos crecidos en las alacenas y en las mazmorras de la dictadura.
Hoy nos instruyen valores como la creciente adoración de los españoles al becerro de oro (se piensa en vivir mejor, en ganar más dinero como sea, en hacer cualquier cosa por dinero, se cuida lo propio y se maltrata lo que es de propiedad pública, se admira más a quien gana mucho que a quienes viven con valores y principios morales, según una reciente encuesta de Demoscopia), y situaciones como la ausencia de solidaridad y de concertación entre un Gobierno socialdemócrata y su base social característica, o la concentración de un sistema financiero aparentemente inconmovible. También ahora desaparecen apellidos que fueron centrales en la marcha de España desde que en 1959 se planteó el fin del aislamiento económico.
Las etapas no se justifican de forma aislada. La historia es dialéctica y tiene antecedentes y consecuentes; la -transición económica no llegó de la noche a la mañana, sino que tuvo su preparación durante 10 años en los que se intentó -con más pena que gloria- articular una política de ajuste que crease las condiciones para el despegue. Esta política se instrumentó a través de los pactos sociales, que en la mayor parte de los casos sirvieron prioritariamente para legitimar al nuevo régimen político de libertades. Algún participante ilustre en los Acuerdos de la Moncloa ha reconocido luego paladinamente que daba igual lo que se acordase, lo importante era la firma unida de todos los partidos políticos para evitar la quiebra del país o la vuelta a regímenes militares golpistas.
Los pactos debían haber servido además para vertebrar el tejido social de la España moderna, con unos agentes fuertes y aglutinantes de intereses. No ha sido así, y hoy tenemos unos sindicatos de muy poca afiliación -aunque bastante representativos- y una patronal aletargada, a la que desde el poder se discute de forma permanente la amplitud de sus bases. Así, el tráfico de influencias natural en una sociedad imbricada ha sobrapasado sus cauces orgánicos, y el escándalo que produce su continua presencia tiene mucho que ver con la afasia de las instituciones, comparada con el dinamismo de quienes, hábilmente, se han dado cuenta de esta ausencia en la vida pública.
Para que haya un cambio cualitativo en la vida económica de un país son precisas, al menos, dos circunstancias: otras reglas de juego y nuevos protagonistas de la misma. Cualquiera de estas dos patas, en sí mismas, supone la perpetuación de lo anterior, un cambio exclusivamente lampedusiano. Las reglas fueron marcadas en la Constitución: "Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación".
En cuanto a los nuevos agentes sociales, parece evidente que las grandes familias que formaron la oligarquía financiera del franquismo están siendo sustituidas en la distribución del poder por otras que han variado las pautas de comportamiento social, aunque no sea fácil adivinar todavía si estos modelos son más productivos o especulativos que los anteriores.
A un año de la OPA
Ayer hizo un año de la oferta pública de adquisición (OPA) del Banco de Bilbao sobre el Banesto. Desde entonces han ocurrido tantas cosas que se puede hablar de un proceso económico histórico acelerado. Hay tendencias de fondo, algunas de ellas contradictorias, que configurarán sin duda una nueva estructura económica de España.
-Movilidad de la derecha económica, al mismo tiempo que se atasca la derecha política. El sistema económico sigue teniendo su vanguardia en la banca, que se ha concentrado (cinco grandes entidades en lugar de siete) e incorpora nuevos protagonistas día a día. El salto no es exclusivamente generacional. Tras unos años en los que predominó el componente bancario sobre el industrial en el sistema financiero, la inclinación ha variado de grado, y aparecen nuevos banqueros con intereses en el sector secundario o en el terciario. La recomposición se acelera con la explosión inmobiliaria y constructora ante los acontecimientos que se avecinan, como la Expo sevillana, la capitalidad europea de Madrid o los Juegos Olímpicos de Barcelona.
Una buena parte de esta nueva oligarquía financiera tiene mejor liaison con la cúpula del socialismo que con la derecha tardofranquista, lo cual es una novedad en las tradicionales relaciones entre el poder político y el poder económico. Asistimos así a un fenómeno sociológico moderno de dificil traducción al resto de los países occidentales.
-Confusión ante la presencia de los nuevos protagonistas. Aunque el mercado se clarifica en su propia dinámica, están viviéndose tiempos en los que han tenido la misma penetración en el mismo los especuladores, los productores, los inversores de peso y los del dinero caliente, los empresarios de varias generaciones y los recientes, el capital norteamericano y el kuwaití. Semeja lo mismo ser socio de Agnelli o de Javier de la Rosa, que aliarse con Parretti o con De Benedetti. Las más distintas estrategias empresariales han quedado confundidas en el mismo discurso de la modernidad.
- Una cultura basada en la emulación de los amos de universo de Wall Street. Recientemente, en una facultad universitaria se puso a los alumnos en un dilema profesional: si entendían que su futuro pasaba por un trabajo en algún organismo internacional de ayuda al Tercer Mundo, con categorías sociales, o, por el contrario, su devenir estaba en las finanzas. La respuesta tendió casi unánimemente hacia lo último. El nuevo héroe es el gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Se trata de una sociedad capitalista, en la que lo más importante son los intereses privados y la libre empresa, que anima a las personas a ocuparse de sí mismas, en la que lo fundamental es la eficacia y el rendimiento, en la que cada cual es libre de ganar todo lo que sea capaz de conseguir, y en la que se da mucha importancia a la creación de riqueza.
¿A cuántos ciudadanos afecta esta hoguera de las vanidades, alejada de los viejos criterios progresistas y solidarios de las sociedades más avanzadas? Tom Wolfe, el novelista de más éxito, escribe: "Un día, en un arranque de euforia, después de haber descolgado el teléfono para aceptar un pedido de bonos que habían supuesto para él una comisión de 50.000 dólares, así de sencillo, aquellas palabras habían brotado en su mente. En Wall Street, él y unos pocos más, ¿cuántos?, 300, 400, 500 a lo sumo.. . se habían convertido precisamente en eso, en amos del universo. ¡Sin limitación alguna!".
En España sucede lo mismo; el capitalismo de la autosatisfacción ha llegado a las cúpulas influyentes, jaleadas por la opinión pública, cuando el resto de la población se mira en otro espejo, en la cultura de la supervivencia. Probablemente, la comparación de estos dos mundos, la persistencia de la economía dual y de la desigualdad de oportunidades, esté en la base psicológica de la tensión social de los últimos días, que, en definitiva, se reduce a la demanda de un reparto de la tarta más equitativo. Habrá que observar atentamente qué contrapesos se generan ante las nuevas situaciones y quiénes son los ganadores y los perdedores. Sólo entonces se hará un diagnóstico certero sobre si la historia avanza o retrocede. La sociedad española en transición, mientras tanto, continúa sin vertebrarse y corre el peligro de que cuando se rompan los platos pueda resultar como en el refrán: los vencidos, vencidos; y los vencedores, perdidos.
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