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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

A golpe de código

GOBERNAR A golpe de Código Penal es una tentación en la que caen los dirigentes públicos que son incapaces de resolver políticamente los conflictos que surgen en la sociedad. Y sucede con frecuencia que no sólo no solucionan los problemas, pues sus causas siguen intactas, sino que se contribuye, además, al desprestigio de la ley pena¡, a la que se le quita el carácter de última ratio para convertirla en refugio de la impotencia y la falta de imaginación de quienes gobiernan. Los expertos siempre han defendido el principio de una intervención mínima del derecho penal en el campo de las relaciones humanas y sociales. No parece ser éste el criterio del ministro de Sanidad y Consumo, Julián García Vargas, dispuesto a castigar a quien sea sorprendido consumiendo drogas en público.Incapaz de hacer frente a los efectos sanitarios del consumo de drogas, que es lo que le compete (los adictos cuentan con menos de 200 camas en la red hospitalaria pública y la asignación de fondos para su tratamiento es absolutamente ridícula), el ministro acude en petición de ayuda al derecho penal como panacea de los gravísimos problemas que están en el origen del fenómeno social de la drogadicción. No hace mucho recurrió a la mismísima moral para desacreditar todo intento de debate sobre una eventual legalización de la droga. García Vargas asegura que este debate está muerto, cuando la realidad es que no ha comenzado siquiera.

Y, sin embargo, la postura del PSOE no siempre ha sido tan inflexible ante uno de los más graves problemas de nuestro tiempo. En 1983, los socialistas introdujeron, a efectos penales, la distinción entre el tráfico de drogas blandas y de drogas duras, adelantándose con ello a la recomendación hecha en este sentido por el Consejo de Europa en 1984; flexibilizaron las penas a imponer según fuera uno u otro el tipo de tráfico, y convalidaron legalmente la jurisprudencia sobre despenalización del consumo mantenida por el Tribunal Supremo a partir de 1972. El propio grupo parlamentario socialista europeo luchó hace apenas dos años, con motivo de la discusión del informe Stewart-Clark en el Parlamento Europeo, para no cerrar el debate sobre soluciones no exclusivamente penalizadoras del problema de la droga. Este camino ha sido abandonado hoy y los Gobiernos europeos, conservadores o socialdemócratas, propugnan políticas represivas a ultranza, influidos por Estados Unidos y por el nuevo convenio internacional sobre la represión del tráfico de drogas de Naciones Unidas.

En España, el cambio de rumbo gubernamental se hizo patente en la última reforma penal sobre el tráfico de drogas, en marzo último, y ahora se ahonda todavía más en esa política con el anuncio de que se va a configurar como delito el consumo en público de estas sustancias. El ministro de Sanidad relaciona esta actuación con las políticas preventivas en curso sobre el uso del tabaco en público. Pero ¿qué tiene que ver una política educativa y sanitaria sobre los efectos nocivos de las drogas e incluso la intervención sancionadora, en ciertos casos, de los poderes públicos, con el castigo de cárcel a sus consumidores? En realidad, es una sesgada interpretación del orden y de la moralidad públicos, más que la prevención de la drogodependencia, la que empuja al Gobierno a penalizar la publicidad de un acto que, en sí mismo, no es delictivo. Aun dando por válidas estas razones, es de todo punto desproporcionado, y desde luego ineficaz, recurrir al Código Penal para ese cometido. En todo caso, el Gobierno sabe que mientras siga existiendo un gigantesco comercio mundial que genera en su torno la delincuencia, así como la degradación y la muerte de millones de personas, el debate sobre alternativas no exclusivamente represivas a este azote de la sociedad actual no estará muerto.

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