Un viejo plan
Dispuesto una vez más a sufrir toda suerte de incomprensiones y a mostrar al mundo la senda de la modernidad, el Gobierno quiere poner en circulación un nuevo modelo de obrero, mucho más barato y domesticado que la gama existente hasta ahora en el mercado. Asegura que ello es imprescindible para que encuentren trabajo 800.000 de los casi tres millones de parados que hay en nuestro país. Si para alcanzar tan loable objetivo hay que poner el precio del parado a un tercio, según dicen, del ocupado, ¿a qué precio debería ponerse el parado para que todos los desempleados tuviesen trabajo? Teniendo en cuenta que los salarlos son cada vez menores y las subvenciones por parado cada vez mayores, ese precio sería casi gratuito, e incluso podría reportar beneficio. En esas circunstancias parece mentira que, estando tan rebajada la mano de obra, no nos anuncien de inmediato un plan para la consecución del pleno empleo.Sin duda ello no es tan sencillo en una economía de mercado en la que la relación entre coste del trabajo y empleo no es tan lineal como se nos quiere presentar. En efecto, es al revés: es porque el salario es sólo un componente, y no el más importante, en la creación de empleo estable por lo que Suecia tiene tan poco paro y salarios tan altos, y Marruecos cuenta con tan bajos salarios y tan baja tasa de ocupación.
Los ideólogos del poder, sin embargo, insisten en que el obstáculo para llevar adelante tan maravillosa perspectiva está en los sindicatos, que hacen de cancerberos para impedir la entrada de extraños en el mundo de los ya ocupados, estableciendo condiciones de acceso que impiden el trabajo de jóvenes, mujeres, parados, emigrantes... Esto es justamente lo que los teóricos del neoliberalismo, empezando por Milton Friedinan, han venido sosteniendo en contra del sindicalismo. Es decir, que según estos prohombres del felipismo, los sindicatos se comportarían como los dentistas, los notarios, los registradores de la propiedad, entre otros.
Tal tesis apoya la ideología dominante, pero no resiste los datos de una realidad como la de nuestro país, en el que hay una quincena de modalidades atípicas de contratación, en el que cada año se produce una rotación de tres millones de contrataciones y en el que ha habido más de 2,5 millones de despidos desde 1980.
Los que ya llevamos bastantes años en la acción sindical hemos tenido la suerte de ser vituperados / salvados por algunos intelectuales, siempre los mismos, a lo largo de su recorrido desde la gauche divine hasta la droite divine y en los diferentes enclaves que han ocupado: desde la Universidad querían mostrarnos el camino a los obreros; desde la extrema izquierda, rescatarnos de nuestro congénito reformismo; desde el PSOE están empeñados en hacemos tan modernos como empresarios y respetables como guardias civiles. Intelectuales que nos han salvado en los setenta de la alienación futbolística y en los ochenta nos quieren enseñar las virtudes de la fabada, siempre delimitando lo que es una visión global y una visión parcial, siempre al lado de la soldadesca, siempre acertando.
La nueva esperanza que nos proponen los diseñadores del plan de empleo juvenil se parece mucho a la resignación: es mejor algo que nada. Tal dicotomía resulta indecente y falaz. Es, en efecto, una indecencia preguntarle a un joven desempleado si prefiere trabajar o estar parado, y es una falacia pretender que esa propuesta es la única manera de abordar el problema del empleo.
Naturalmente, ningún joven está obligado a acogerse al contrato de inserción. Como lo acaba de recordar el vicepresidente Guerra, los jóvenes son libres de quedarse como están o insertarse. También los liberales empresarios del siglo pasado recordaban a los obreros que eran libres de trabajar jornadas de 16 horas desde los 10 años o nada. Frente a ellos, Lenin se preguntaba si la libertad consistía en elegir entre la explotación o el hambre. Y precisamente para evitar que la libertad de elección fuese tan miserable nacieron los sindicatos obreros y los partidos socialistas.
Tratar de aprovecharse de lo que antes se llamaba ejército de reserva de la mano de obra y ahora paro masivo para mejor explotar o insertar la fuerza de trabajo es un plan muy viejo. Por ello, el llamado Plan de Empleo Juvenil parece el encuentro entre dos siglos, la reencarnación del capitalismo manchesteriano en el seno del Programa 2000, la última oportunidad que nos conceden para que renazca el sindicalismo, porque si hay masas explotadas, ¿qué cosa mejor pueden hacer que redescubrir los sindicatos?
Pueden hacer otra cosa mejor, según los estrategas possocialistas: esperar que la visión global y la defensa de los intereses generales se pose sobre ellos y les toque la gracia santificante o el turno.
El plan significa básicamente esto: la creación de otro mercado / gueto de trabajo, caracterizado porque el salario lo marca la ley; no hay convenio; no hay sindicato; se cobra mucho menos por hacer lo mismo; no hay antigüedad; no hay denuncia ni, por supuesto, indemnización al finalizar el contrato; no se paga a la Seguridad Social y el empresario recibe del Estado 200.000 pesetas por cada trabajador.
No es, pues, un contrato de formación ni de aprendizaje, como se ha dicho: es un contrato de trabajo de carácter especial, como hay para empleadas del hogar, reclusos o futbolistas. Es un contrato de discriminación, en este caso profundamente negativa. Es para los jóvenes porque establece unos límites de edad, pero eso no es lo característico: en realidad podría servir lo mismo, por ejemplo, para rubios o para gallegos. No es un plan porque sólo contempla una medida: la figura contractual. No establece ninguna obligatoriedad de formación, y en realidad a lo que viene es a legalizar y ampliar el inmenso fraude de los actuales contratos en formación y en prácticas, en los que ni se da formación ni se realizan prácticas.
Se dice que la medida va a suponer 800.000 contratos entres años. Esta cifra es llamativa, pero hay que señalar que ahora mismo se están realizando 400.000 contratos anuales en formación y prácticas, es decir, 1.200.000 en tres años. Por otra parte, se están realizando cada año tres millones de contrataciones, es decir, nueve millones en tres años. La gran cuestión que nadie aclara es ésta: estos 800.000 contratos van a ser además o en vez de los que se están realizando. Cualquiera puede asegurar que se producirá una pura sustitución de otro tipo de contratos en peores condiciones. Suele argumentarse que este contrato es una agresión para los trabajadores en activo, y en efecto lo será, porque establece una mayor competencia desleal entre empresas por el coste de sus plantillas, pero sobre todo es una condena directa e inmediata para el resto de los parados: los que tengan más de 25 años, los que teniendo menos hayan trabajado antes más de tres meses o a los que, contratados en inserción, no se les renueve el contrato, pueden despedirse de encontrar empleo.
En realidad, para encontrar trabajo es infinitamente más importante el nivel de formación que la experiencia profesional. Los datos ponen en evidencia que encuentran trabajo más fácilmente los titulados superiores que los bachilleres superiores, y éstos que los titulados en formación profesional. La política dirigida al desempleo juvenil se fundamenta en todos los países en la formación profesional en particular y no en el salario y en las condiciones de trabajo de ese colectivo. Hay de hecho más de medio millón de jóvenes que han trabajado antes y están en paro, además de otro millón y medio mayor de 25 años. Por otra parte, el tipo de trabajo al que van a acceder estos parados sin oficio ni beneficio será de servicios tales como camareros, mensajeros, almacenistas, empaquetadores, limpiadoras, etcétera. En una semana habrán adquirido su aprendizaje y arruinado al mismo tiempo las esperanzas de alcanzar una cualificación profesional, y entrarán a formar parte de una especie de economía sumergida legalizada.
Este plan es un desastre, pero responde a algo: es el más clamoroso reconocimiento del fracaso de la formación profesional en nuestro país y, lo que es muchísimo más grave, la renuncia a que la haya. La medida quiere explotar la Inseguridad de madres, padres, abuelos, hijos, y además, recoger el aplauso de los empresarios, lo que las encuestas deben decir que no está mal. El plan, además, permite establecer un contador a través de las subvenciones, con lo que, ¡al fin!, se va a cumplir la promesa de crear 800.000 contratos, ni uno más ni uno menos. Si , además, a esos trabajadores se les sustrae de la nefasta contaminación de los sindicatos, miel sobre hojuelas, porque, como diría Maggie, la mejor política ecológica es aquella que establece un ambiente limpio de sindicatos (Union free environment).
Este plan es tan impresentable que es difícil creer que puede plasmarse así en una ley. De hecho, hay quien piensa que estamos ante una trampa en la que el Gobierno quiere atrapar a los sindicatos, obligándolos ahora a reaccionar para luego sacarse de la manga un proyecto de ley más suave.
Todo es posible, aunque la experiencia demuestra que sólo cuando hay una contestación seria el Gobierno modifica sus posiciones. En cualquier caso, se ha repetido ya tantas veces la misma operación, que se ha gastado: en efecto, este Gobierno ha hecho de la explotación del miedo, del sofisma y de la ignorancia su estrategia favorita para sacar adelante sus objetivos y relacionarse con la sociedad y con los sindicatos.
Desde Sagunto hasta Astilleros, pasando por Reinosa, los estudiantes, los profesores, el referéndum de la OTAN y la ley de pensiones, la táctica ha consistido en partir de la catástrofe para llegar al mal menor; ganando, sí, pero arruinando las bases en que se basa el diálogo y la negociación.
Este plan es la expresión viva de que este Gobierno ha perdido el respeto, en su sentido más profundo, a los trabajadores. Pero los sindicatos y los trabajadores de este país, que han sido y son protagonistas esenciales de la democracia española, están en condiciones de poner las cosas en su sitio, porque, como dicen los americanos, la ópera no termina hasta que no aparece la gorda.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.