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Los jóvenes europeos

1950 fue un año muy especial para los europeos. Jean Monnet, tranquilamente sentado frente a la mesa de trabajo en su casa de campo de Bazoches, daba, un domingo de abril, los últimos toques a un plan para que seis países europeos pusieran en común sus recursos de carbón y acero.Iba a nacer la CECA y, con gesto característico, Monnet entregaba su paternidad a Schuman y escondía modestamente su propia pluma. Se trataba de un engaño, en realidad, porque detrás del carbón Monnet empujaba en solitario una bola de nieve: echaba a rodar a la unidad europea.

Al cabo de 38 años, la semana pasada, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Monnet, seis jefes de Estado y otros tantos primeros ministros de Europa asistían en París a una ceremonia en la que sus cenizas eran trasladadas al Panteón. La solemnidad y la pompa del acto casaban mal con la personalidad sencilla, directa y campesina del hombre al que se considera con justicia padre de Europa.

Sin embargo, las banderas, los personajes, el himno y los discursos honraban menos al hombre que a la idea, hija de su visión y a la asombrosa realidad de una Europa unida que empieza a emerger.

Los grandes líderes conciben las grandes ideas y son sus convicciones ideológicas las que acaban por dar el fruto del que nacen las realizaciones que cambian el destino de los hombres.

Pero, probablemente, son los personajes modestos los que cogen al toro por los cuernos. Desde antes del final de la II Guerra Mundial, Churchill intuía que en algún sitio en medio del Atlántico o tal vez en los campos de batalla del Rin, acaso en el centro de la antigua Europa carolingia, se encontraba el verdadero germen de la idea de paz: sólo uniendo a los hombres y a sus empresas podría acabarse de una vez por todas con el ansia de la guerra.

La Sociedad de Naciones había fracasado porque siempre había sido una entelequia que respondía más al deseo de manipulación del poder por unos cuantos Gobiernos que a una verdadera voluntad de paz. Como lo sabía, el primer ministro británico se pasó media guerra y toda la paz ofreciendo unidad a quien la quisiera, a Estados Unidos, a Francia, al Benelux.

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Prescindir de la patria

Pero su voluntarismo escondía una entelequia tan colosal como la de la Sociedad de Naciones, porque le faltaba comprender que no hay más unión que la que prescinde de la idea de patria como principio rector de la organización soberana. Churchill quería la paz de la unidad, pero no sus consecuencias. ¿Dónde hemos oído eso después? Casi 40 años más tarde, en boca de una primera ministra, también británica.

Con la tenacidad del hombre sencillo y la inteligencia práctica del que se despoja de lo superfluo, Monnet vio hacia dónde conducía el camino de Europa. Es maravilloso que dijera, al final de su vida, que, si su obra había sido importante, se debía a que su mujer nunca le había tomado demasiado en serio. Es más maravilloso aún que lo sacrificara todo con tal de ver que su idea fructificaba.

Es paradójico que una comunidad europea del carbón y del acero resultara ofensiva para la idea de patria. Pero eso es así. La generación de españoles que acudía a la Universidad en los años cincuenta recuerda el estupor que producía que uno de los textos citados regularmente como subversivos por el régimen de Franco (tan subversivos que justificaban su confiscación, cuando no la detención del que lo guardaba en su biblioteca) era el de los estatutos de la CECA, como si la policía española hubiera adivinado las verdaderas intenciones antipatrióticas de Monnet.

Quienes sí se identificarían con la pasión de Jean Monnet, con su instintivo desprecio por las fruslerías patrioteras, serían los jóvenes de hoy.

Da la impresión de que la juventud de este final de siglo se ha despojado de conceptos de restricción colectiva y que responde sencillamente a la necesidad de un espacio vital más amplio y no circunscrito por unas barreras artificiales, que son desmentidas por conceptos de mayor alcance geográfico, como cultura, arte, drogas, defensa de la naturaleza, libertad, compasión y enfermedades, ejercicio profesional, generalización de fenómenos más o menos revolucionarios. Todo empieza a negar el concepto mismo de nación.

Presión universitaria

Hace pocos años, universitarios de toda Europa empezaron a constituirse en un gigantesco grupo de presión. Lo llamaban, me parece recordar, los Estados Generales de Europa, y, en pequeñas ciudades que se iban asociando a su movimiento, creaban antenas que escucharan voces europeas y quisieran acabar sumándose al esfuerzo.

Hace dos años celebraron una de sus reuniones en Leyden, la ciudad universitaria holandesa. Con una visión europea y un olfato que para sí quisieran los políticos españoles, el primer ministro Rudolph Lubbers asistió a la inauguración y habló de esperanza, de paz, de progreso y de juventud.

Hoy, aquellos Estados Generales han evolucionado. No quieren que se piense de ellos que son apenas un entusiasta movimiento juvenil y que ya se les pasará. Han comprendido que su idea de Europa, la idea de Monnet, tiene que ser fomentada políticamente en el único foro al que pueden tener acceso: el Parlamento Europeo.

Han creado IDE, la Iniciativa por una Democracia Europea, y pretenden, nada menos, que colocar a uno de los suyos en Estrasburgo tras las elecciones europeas de junio, para que haya al menos una persona que hable allí de Europa con sinceridad. Ojalá tengan suerte.

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