El presidente Bush
APENAS 24 horas después de su elección como 41º presidente de Estados Unidos, George Bush daba ya señales de una primera transformación. En su encuentro con los periodistas, el todavía vicepresidente se mostró respetuoso con su rival, Michael Dukakis, y dispuesto a hablar de política. En apenas una noche, los tenebrosos ecos de una campaña sucia y vacía se habían disipado. Un buen augurio cuando todavía se albergan serias dudas -véase la reacción negativa de las bolsas de valores y de la moneda norteamericana- sobre la capacidad del nuevo presidente para hacer frente a las enormes tareas que su predecesor y padrino ha dejado pendientes.Forma parte de las convenciones que, a menudo, sostienen la política norteamericana: la verdadera estatura de un presidente de Estados Unidos se mide en el interior del despacho Oval de la Casa Blanca. La atmósfera mágica del lugar es capaz de transformar a un gris funcionario en un auténtico jefe del Ejecutivo. Sucedió ya con Harry Truman, que no sólo fue un inesperado vencedor, sino que se reveló después como uno de los grandes presidentes de este siglo. En lo que se refiere a Bush, poco se puede aventurar si hubiera que hacerlo en función de su campaña electoral. Resumiendo la falta de propuestas concretas del recién elegido, un importante semanario comentaba que, "a diferencia de Ronald Reagan, que luchó por la presidencia para encabezar una revolución conservadora, Bush parecía querer únicamente ser presidente".
Sin embargo, si se juzga por su currículo, el nuevo mandatario parece un político mucho más capaz de lo que el mediocre candidato de los últimos meses dejaba traslucir. Cuando, en 1980, Ronald Reagan escogió a Bush como candidato a la vicepresidencia, el viejo actor que ejercía como estandarte del ultraconservadurismo buscaba su contrapeso lógico. Llamaba a su lado a un aristócrata de la costa Este, graduado en Economía por la universidad de Yale, recreado como millonario en Tejas, legislador en Washington, embajador en dos misiones delicadas (Pekín y Naciones Unidas), director de la CIA y presidente del Partido Republicano en los momentos más delicados de la crisis del Watergate. A ese nada desdeñable pedigrí hay que añadir los ocho años de vicepresidencia, lo que suma un total de 22 años al servicio de la Administración pública, un plazo de tiempo considerable para las pautas occidentales. Estamos ante un político que, como presidente, será con toda probabilidad un estudioso reflexivo, un pragmático negociador y un líder poco carismático, pero atento y tenaz.
En cuanto a política exterior, el nuevo presidente supera con mucho la media de conocimiento que la clase política de Estados Unidos tiene del mundo circundante. Sin embargo, no parece probable que George Bush se distancie significativamente de los patrones marcados por su antecesor en su segunda presidencia: distensión entre las grandes potencias, un avance sustancial en la superación de los conflictos regionales susceptibles de poner en peligro las relaciones Este-Oeste y una decidida voluntad de continuar el camino del desarme. Pero si el signo de la continuidad marcará la política exterior de la futura Administración para lo bueno, es de temer que también ocurra así para lo malo. Y en este sentido son poco tranquilizadoras las promesas de apoyo de Bush a la contra nicaragúense, que continuaría así siendo, por desproporcionado que parezca, una prioridad en la política exterior de Estados Unidos.
Pies de barro
George Bush ha sido prudente a la hora de hablar de posibles cumbres, asegurando que no quiere reuniones por el placer de verse con sus homólogos, y recordando que existen entre EE UU y la URSS profundas diferencias en materia de control de armamentos, derechos humanos y conflictos regionales. Sin embargo, será dificil que se pueda sustraer a la corriente puesta en marcha por los encuentros Reagan-Gorbachov, aunque sus asesores destaquen que Bush es más escéptico que su predecesor sobre la viabilidad de la espectacular reforma emprendida en Moscú. Respecto a las relaciones con los aliados europeos y Japón, Bush, urgido por la necesidad de reducir el déficit presupuestario y el comercial -verdaderas pruebas de choque de la nueva presidencia-, intentará convencer a sus socios de la OTAN de que aumenten su participación en la defensa de Europa y tratará de obtener nuevas concesiones del Gobierno nipón para equilibrar una balanza comercial abrumadoramente desfavorable para Estados Unidos.Estas dos cuestiones remiten inmediatamente a lo que sin duda constituye la tarea más diricil a la que deberá enfrentarse el futuro presidente: una coyuntura económica dominada por la prosperidad, pero asentada sobre- una montaña de deudas (2,6 billones de dólares), que supone la más grave hipoteca para el futuro. Aunque el ritmo actual del crecimiento de la economía se mantuviera -lo que siempre es dudoso a largo plazo-, los ciudadanos de Estados Unidos ya no podrán disfrutar durante el mandato de Bush del nivel de vida de que han gozado en la era Reagan. Alrededor de dos puntos del crecimiento anual del PIB (que apenas llega ahora al 4%) deberán destinarse al pago de los intereses de la deuda y los dividendos de las compañías extranjeras que están comprando Estados Unidos.
La filosofia reaganiana estaba basada en un liberalismo teórico que ha causado serios desajustes. Bush se encontrará con un país en el que la inflación se mantiene en unos límites razonables y la actividad económica crece al ritmo suficiente como para seguir creando más de un millón de empleos al año. Pero tendrá que hacer frente a los dos desequilibrios básicos de la política económica que Reagan no ha sabido domar: los déficit público y exterior.
El primero tiene difícil solución, a la vista del programa presentado por Bush, que ha prometido no subir los impuestos ni recortar de forma drástica los gastos de defensa. Con tales planteamientos es imposible atajar el déficit público. Respecto al segundo de los desajustes -el déficit de la balanza comercial- las perspectivas tampoco parecen muy favorables. La política económica de Reagan ha causado una auténtica avalancha de importaciones de productos extranjeros, principalmente japoneses, y de dinero caliente. Ello ha situado a EE UU en el primer puesto del escalafón de países endeudados del mundo y en un lugar predominante en la lista de importadores. Ninguno de estos desequilibrios estructurales se puede arreglar sin cambios profundos. Y si Reagan ha conseguido revitalizar la economía norteamericana, el precio que está pagando EE UU es excesivo. Bush tendrá que buscar nuevos ajustes antes de que los acontecimientos le obliguen a trabajar contra reloj.
Para lograr esto y para mantener lo más conservador de su programa en lo que a política doméstica se refiere (ilegalización de casi todos los supuestos de aborto; pena capital por matar a policías, para los grandes traficantes de narcóticos y para casos de espionaje; rezo voluntario, pero organizado, en las escuelas ... ), el nuevo presidente no encontrará un colaborador cómodo en el Congreso, cuyas dos Cámaras continúan siendo dominadas por el Partido Demócrata con un margen suficiente. Ni parece tampoco que pueda contar con la ayuda efectiva de un vicepresidente a quien los propios estrategas de Bush enviaron a los lugares más recónditos durante la campaña electoral para que las cámaras de televisión no le sorprendieran en un renuncio. Supliendo las carencias de su compañero de candidatura, el presidente electo parece decidido a colocar a políticos probados, pragmáticos y honestos al frente de los puestos claves de la Administración. El nombramiento de James Baker como nuevo secretario de Estado es un primer paso esperanzador en un camino que sí diferenciaría el perfil de su mandato del que impusieron en ocasiones algunos de los truhanes llamados por Reagan para altos cargos de responsabilidad.
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