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USA ensimismada

La amplia victoria de Bush sobre Dukakis, tan anunciada, esperada y deseada por tantos, no hace sino confirmar la naturaleza del actual carácter norteamericano. Las votaciones sirven, entre otras cosas, para marcar las evoluciones del carácter nacional, los miedos y aspiraciones colectivas. Lo que ahora quieren los norteamericanos se ha ido haciendo cada vez más claro. Se han ido agrupando alrededor de las ideas de orgullo nacional y prosperidad económica, superados ya los tiempos de las derrotas bélicas y las inquietudes sociales. Han llegado a esa situación ideal que es el ensimismamiento, irritante e insultante (por lo menos) para el resto de la humanidad, pero muy cómodo y agradable para ellos.Durante los trimestres que pasé en Estados Unidos -el trimestre es la medida más habitual para medir el tiempo en las universidades norteamericanas- di clases de español a muchos estudiantes. A tantos que llegó un momento en que me resultó agobiante tener que saludar a alumnos y ex alumnos en todo tiempo y lugar. Había ex alumnos por todas partes. A cualquier hora que salieras a la calle, dieras un paseo por la playa, fueras al supermercado o bajaras a la ciudad, te encontrabas con un alumno que se acercaba gozoso para intercambiar contigo media docena de frases en español.

Se las arreglaban muy bien para expresar todos sus sentimientos y emociones en un idioma del que sólo tenían nociones elementales. Así que te contaban su vida en mitad de la calle y te decían si eran felices o desgraciados, si tenían novia, si habían empezado a devolver el dinero a sus padres porque trabajaban unas horas nocturnas en el supermercado. La vida familiar les preocupaba mucho y me miraban con admiración porque la idea de España que tenían la habían sacado de sus viajes a México, y nada les conmovía más que la amplia e intensa convivencia de todos los miembros de la familia. Me describían emocionados a los abuelos y abuelas jugando con los nietos, compartiendo con ellos la vida: la vivienda, a veces incluso el cuarto. Todos juntos; ése parecía ser el ideal. En cambio, ellos, a sus 17 años, lejos de sus casas, con un talón bancario en el bolsillo que habrían de devolver religiosamente, en tierra desconocida, buscando apartamento, cocinando y haciéndose la colada. Sin amigos, llenos de obligaciones, sin ayuda. Sus padres los llamaban de cuando en cuando, pero ellos nunca se quejaban. Todos habían pasado por eso. Y sus padres, ellos mismos, también tenían muchos problemas. Endeudamientos y obligaciones. Vida fría, dificil. ¿Para qué? La mayoría de ellos prefería México.

La contaminación del ambiente también les preocupaba mucho, y la posibilidad de una guerra nuclear. Exhibían un orgullo sincero por el refugio nuclear que sus padres, con esfuerzo y previsión, acababan de construir en el sótano de su casa. Y tenían ya almacenados kilos y kilos de lentejas. Los refugios nucleares estaban demoda. Te decían todo eso cada vez que te encontraban, les llevara el tiempo que les llevara, te cogieran sola o acompañada, con una bolsa de comida en los brazos o un niño. Eran irreductibles. Estaban llenos de preocupaciones. Tenían que resolver su vida. Ensimismados.

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Entre tanto, la guerra de Vietnam daba los últimos coletazos. La estaban perdiendo. Había manifestaciones para pedir la retirada y una paz honorable. Todos estaban dispuestos a pronunciar esta palabra: honorable. Se sentían culpables y avergonzados. Y, sobre todo, derrotados.

Perdieron la guerra, finalmente. Hubo una celebración pacífica (comida y música) del final de la guerra bajo los árboles frondosos del parque. Todos guardamos muy buen recuerdo de aquel día. El campus incrementó su número de excombatientes con enfermedades nerviosas y de inválidos. Mis jóvenes alumnos los miraban con horror.

Cundió el desánimo, desde luego. Por primera vez desde que tenían memoria, eran vencidos. Y también eso te lo contaban, desorientados y tristes. Habían hecho el ridículo en el mundo. Mataban y despreciaban. Vivían a costa de los pobres. Agitaban sus largos pelos rubios, bajo el sol, junto al mar, daban pequeñas patadas de rabia en la arena, las manos en los bolsillos de sus pantalones vaqueros desteñidos, los anchos hombros -¿quién no hacía deporte, quién no corría por la playa o practicaba suffl- un poco hundidos entonces en señal de impotencia. Ensimismados. ¿Qué podían hacer?

Siguieron estudiando. Devolvieron el dinero a sus padres. Viajaron. Muchos de ellos conocieron Europa. Alguno me visitó. Madrid les encanta. Los viejos barrios, las viejas tabernas, las noches de verano en las terrazas, la cordialidad de la gente. Se compran botas camperas -dicen botos- y bolsos de piel en tiendas cercanas a la plaza Mayor. Se lamentan de la desaparición de la artesanía y miran con desprecio los altos edificios acristalados de la Castellana. Ya sé adónde queréis ir a parar, dicen sus miradas despectivas, arrogantes. Y uno me preguntó: "¿Podré encontrar champú?". Cuando vuelven de sus incursiones por el Sur vienen horrorizados por las urbanizaciones ¡legales junto a la playa, los rascacielos, la invasión de los McDonalds, y los Burgers King. Pero siempre encuentran algo maravilloso: un pueblo perdido en la sierra, una pensión barata en un sitio estratégico, un hombre sabio que será su amigo para siempre. Cosas que tú conoces y cosas que nunca conocerás. Privilegiada la condición de los extranjeros. Implacable la ventaja de los poderosos.

Superadas las dificultades de sus tiempos de estudiantes se arrellanan en la butaca y se sienten orgullosos de sus ideas porque aquí estamos destrozándolo todo. Crecemos, imitamos, vivimos en el caos. ¿Quién usa botos?, ¿quién se instala a pasar el verano en una pensión barata de la plaza Mayor de cualquier pueblo?, ¿quién se pasa las horas en lenta conversación con el dueño del bar de la esquina? Recordarán siempre este período de sus vidas.

Puede que alguno haya votado a Dukakis. Puede que no hayan votado. Y puede, en fin, que todos ellos hayan votado a Bush. No resulta inverosímil. Porque, aunque el fracaso de Dukakis era previsible a partir de su errónea e indeterminada, vacilante y torpe campaña electoral, ha resultado demasiado abrumador. El carácter nacional se ha impuesto, se había ido fraguando desde el fin de la guerra de Vietnam. Mientras perdían la guerra seguían practicando deporte, tomaban vitaminas y construían refugios nucleares. ¿Para qué quiero vivir yo solo en una habitación de cuatro paredes, bajo tierra, sin luz natural?, se preguntaban, claro que se lo preguntaban. No eran tontos. Le daban muchas vueltas, examinaban los pros y los contras, añoraban el calor de las familias mexicanas y eran lo suficientemente sensibles como para sufrir, cuando se enteraban, de las miserias y los oprobios de la humanidad. Y eran perfectamente sinceros cuando clavaban en ti sus ojos transparentes y expresaban su profunda sensación de impotencia.

Pero no lo aguantaban, sencillamente no lo aguantaban. Sabían lo que les esperaba si se venían abajo. Ensimismados. O eso, o nada. Refugio nuclear y vacaciones en México. Deporte y vitaminas. Contemplar el mundo desde lejos, con mirada a veces inteligente, a veces sensible, a veces cálida. Desde arriba, el mundo resulta un lugar donde pueden pasarse muy buenos ratos. Cada uno llegó a esta conclusión y todos se unieron para votar a Bush.

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