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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un juego peligroso

EL RECHAZO frontal por parte de las organizaciones sindicales del Plan de Empleo Juvenil del Gobierno y, de manera más amplia, el fracaso de la concertación social podrían tener unas consecuencias poco deseables para la economía española. El agrio perfil que han tomado las relaciones entre el Gobierno y los sindicatos no presagia nada bueno.El llamado Plan de Empleo Juvenil del Gobierno responde esencialmente a un imperativo demográfico. El número de jóvenes de más de 16 años que llegan al mercado del trabajo ha crecido sustancialmente. Una parte importante de estos jóvenes tiene grandes dificultades para encontrar su primer empleo, dado que carecen de experiencia profesional. Las tasas de crecimiento actuales de nuestra economía, alrededor del 5% en términos reales, no han sido suficientes para resolver el problema, a pesar de que la creación de empleo neto se ha situado en los últimos tiempos alrededor de los 300.000 puestos de trabajo anuales.

En este contexto conviene situar la propuesta del Gobierno, que consiste esencialmente en reducir al mínimo los requisitos para este primer empleo: duración máxima del contrato de 18 meses, salario mínimo interprofesional y exoneración de cargas a la Seguridad Social, de tal manera que el coste para las empresas de estos nuevos puestos de trabajo se establezca en tomo a un tercio del Coste de un puesto de trabajo en condiciones normales. La apuesta que hacen los redactores del plan consiste en que estos puestos de trabajo equivalen en realidad a una especie de formación profesional sobre el terreno, que conducirá en un elevado número de casos (se ha avanzado la cifra del 50%) a la obtención de un contrato de trabajo por tiempo indefinido y en condiciones normales. Sin embargo, los sindicatos no lo entienden así y piensan que se trata de un nuevo intento de hacer aún más precario y barato el mercado de trabajo. Temen que se reduzca la contratación de jóvenes de más de 25 años (es el límite de edad que se ha fijado para los nuevos contratos), y que, en definitiva, se deterioren, por contagio, las condiciones de trabajo del resto de los trabajadores.

Parecería lógico que, dada la envergadura del problema, se hubiera producido un debate a fondo sobre estas cuestiones con objeto de fijar las garantías que las centrales sindicales tienen derecho a reclamar. Sin embargo, lo que se ha producido ha sido una imposición del plan por parte del Gobierno y su rechazo frontal por parte de los sindicatos, que han llegado a calificarlo de agresión a la clase obrera. Se trata de actitudes maximalistas que no conducen a ninguna parte, cuando lo que debería primar es la búsqueda razonable por parte de todos de alternativas para esos cientos de miles de jóvenes que buscan su pruíner empleo. Por el momento se ha producido lo que tiene toda la apariencia de un contrasentido: el apoyo entusiasta de la patronal al plan y su unánime repudio por parte de las organizaciones próximas a los jóvenes.

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El subgobemador del Banco de España ha dicho que no le importaba tanto que el padre de familia aumente su remuneración como que el hijo encuentre un puesto de trabajo. Se trata de una cuestión de prioridades, y si de lo que se trata es de que los jóvenes encuentren un empleo, incluso si éste es precario, habrá que enfrentarse con lucidez con los problemas que plantea esta necesidad. Es cierto que en el camino se pueden cometer abusos, pero justamente de lo que se trata, o de lo que debería tratarse, es de encontrar los mecanismos que minimicen la posibilidad de que éstos ocurran. En ello el Estado tiene una responsabilidad evidente, pero no sólo el Estado: los sindicatos y las organizaciones empresariales deberían desempeñar un papel importante en la definición y el cumplimiento de las garantías que se instrumenten. La actitud de rechazo a ultranza es propia de una filosofía de la no participación, que satisfará sin duda a los radicales, pero que tiene poco que ver con las pautas que deben inspirar el funcionamiento de una economía tan compleja como la nuestra. Es cierto que esta actitud responde a la altanería y arrogancia con que a menudo han sido tratados los sindicatos desde el poder. Lo que se impone, desde luego, es el abandono de estas actitudes y la recuperación de un diálogo que de una u otra forma contribuya a resolver de manera constructiva los problemas que tienen planteados los jóvenes de este país.

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