El auditorio tiene un gato prisionero
La semana pasada, cuando el director de la orquesta de Baviera levantaba la batuta para amenazar con la Misa solemne de Beethoven -que es una misa engordada-, un gato empezó a interpretar por su cuenta en el silencio de la sala abstraída. Ocurría el suceso en el Auditorio Nacional recién inaugurado y del que cabe decir, a tenor de las rarezas que le suceden, que se estará inaugurando durante una larga temporada. Cuando parecía que Beethoven se nos iba a caer encima sin remedio, el gato pegó un alarido de los que ponen los pelos de punta. Lo malo que tienen los gatos cuando se quejan es que se parecen mucho a los niños y afectan enseguida a la conciencia. Esos animales dan tristeza humana, hacen que uno se acuerde de la pena universal de los indefensos. Y blanduras así. Resultó extraño que cuando el gato se puso a chillar, una parte de la cocurrencia se echara a reir. Debe ser que la melomanía sólo expresa sentimientos con el aplauso. En cualquier caso, el lado cómico del asunto se me escapó. El director se quedó con el palo por encima de la cabeza y acabó volviéndose al público con una sonrisa que condescendía con el gusto de la gente. Un par de cornetistas, o con algo de soplar, no sé qué sería, también se rieron. Mientras tanto, el gato arreció. Los melómanos empezaron a ponerse serios, pensando que a lo peor les suspendían el concierto. Uno, que se había puesto más serio que el resto, se levantó como un oráculo y dijo, con tono de presidente asambleario, que el gato estaba encerrado en un tubo, que había dificultades para sacarle de allí y que el concierto no tenía más remedio que celebrarse con gato. Así que el del palillo grande inició su escabrosa, música. Al menor silencio, el ,gato volvía a lamentar su encierro de forma que la misa aquélla empezaba a sonar a otra de difuntos. Yo, desde luego, sólo tenía oídos para el animal. Lo que no puedo decir es que me amargara el concierto, porque ya desde los primeros platillazos y violinazos me di cuenta de que me había equivocado de programa. Beethoven confunde las misas con las marchas de la caballería rusticana (la historia universal del espíritu me perdone) y sustituye la falta de ideas con la matraca instrumental. Poca piedad y mucho ruido. Debió ser un encargo.Por otra parte, la desesperación del bicho obligaba a pensar en el subsuelo del lugar, en sus cañerías, desagües y aparato escatológico en general, de manera que lo que debía ser una comunión con el Cielo, acabó por convertirse en un viaje al alcantarillado con hilo musical. En honor a la verdad, no era el gato lo único que hacía pensar en cosas subterráneas. Estaba también el sitio que no tiene, por fuera ni por dentro, nada de convencional. Y el sitio tira más al hoyo que al cosmos. El descampado sobre el que descansa la perspectiva y que deberá convertirse en aparcamiento, de momento tiene el aspecto de un campo de maniobras en el que han echado unas cuantas toneladas de hojalata en forma de coches. Da la impresión de que alguien ha estado revolviendo para encontrar el camino al centro de la tierra y ha dejado el vehículo deprisa y de mala manera. No ayuda en nada esa fachada estilo junta municipal de distrito donde impera el ladrillo, o sea, la sensación de que allí ha habido obra. Después, esos corredores mezcla de aeropuerto y ambulatorio producen la impresión de que la clientela está de paso. Esperando un trasbordo o una extremaución. Nadie explica si se puede elegir. En cuanto a la sala del espectáculo, a la que no se le discute la belleza, le cuelga del techo una especie de panza de tortuga esculpida con mano de naturalista que obliga a pensar en leyes gravitatorias y, por tanto, en el suelo. Lo contrario de una invención gótica, para resumir.
En ese cuadro apareció el gato prisionero. A lo mejor es una casualidad o a lo mejor la casualidad le convierte en un símbolo. Lo cierto es que la música en ese lugar mira para abajo y suena con cierto aire administrativo, no por fría, sino por pegada a la tierra. Hasta la orquesta parece que se despide de la vida en esa poza que le han destinado. Es una forma de ver la música. De bajar a Beethoven y a sus colegas al mundo. A pesar de todo, nos fuimos sin preguntar por la suerte del gato.
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