El Madrid de Felipe González
¿Cómo sería Madrid si Felipe González tuviese menos vocación internacional y más sensibilidad local? Probablemente, menos rutinaria, acaso más polémica, sin duda muy diferente. Pero el presidente, como muchos de sus colegas en el Ejecutivo o en el Parlamento, se desentiende de la ciudad que les acoge.A buena parte de la clase política de la democracia, en efecto, le está faltando urbanidad: cortesía ciudadana y responsabilidad ante la polis. Un tanto confusa ante el glamour de unas construcciones públicas que no hace tanto se asociaban al despotismo familiar del estado de obras, nuestra modesta nomenklatura oscila indecisa entre el pudor y la megalomanía. Permítaseme aducir dos ejemplos, uno en proyecto y otro consumado.
Un edificio espectacular
En estas semanas asistimos, no tanto atónitos como divertidos, al debate municipal sobre la construcción en Madrid de un edificio espectacular que simbolice la capitalidad cultural del 92. Nuestros ediles no se han puesto aún de acuerdo en el uso del edificio, ni siquiera en si ha de tener alguno, pero ya nos adelantan lo que va a costarnos: entre 5.000 y 8.000 millones de pesetas. ¿Será ésta la economía simbólica de la que hablan los semiólogos?
Es posible que Madrid necesite algo más tecno que la Puerta de Alcalá y algo más culto que el Piruli, pero..., ¿no podríamos arreglarnos con el Reina Sofía? Después de todo ha costado ya muchísimo dinero y dentro de unos meses se van a gastar en él 1.500 millones más para dotarlo de aire: acondicionado y ascensores. Pocos símbolos culturales pueden. permitirse el lujo de albergar -como ocurrirá con el Reina Sofía cuando se traslade el Guernica- el lienzo más reproducido del siglo. La formación en torno a él de un museo de arte contemporáneo digno de ese nombre es una tarea difícil y ambiciosa. Si el proyecto de arquitectura logra estar a la altura de las colecciones que deben reunirse, ese Prado del siglo XX será, sin duda, el buque insignia de la capital cultural del 92.
Quiero pensar que el Ayuntamiento de Madrid rectificará la idea insensata que han expuesto a la opinión pública, con idéntico entusiasmo, el equipo de gobierno y la oposición municipal, ahorrándonos de paso a los vecinos unos cuantos miles de millones de pesetas. Esa posibilidad de enmienda no existe, por desgracia, en el segundo de mis ejemplos, que comenta hechos prácticamente irreversibles.
Ya han comenzado los derribos en la carrera de San Jerónimo y pronto se iniciarán las obras de ampliación del Congreso de los Diputados; por su parte, los automovilistas que circulan por la calle de Bailén pueden ver ya la estructura de las nuevas dependencias del Senado. Dos edificios, que podrían haber sido los símbolos de la restauración democrática, van a aparecer ante los ojos de los madrileños un poco como por casualidad y de refilón. El gran debate a que podrían haber dado lugar se ha reducido a un concurso trivial, media docena de notas de agencia y un par de salvas dialécticas acogidas con el mismo desinterés general que acompaña a la actividad parlamentaria.
Resultaría irónico, si no fuese preocupante, que las cámaras crezcan mientras se adormilan, mostrando así la compatibilidad de la vida vegetativa con la hipertrofia espacial. A estas alturas, nadie que no sea un cínico va a reclamar un protagonismo parlamentario que sólo existe en los libros. Los medios de comunicación y la ley electoral han creado, nos guste más o menos, un régimen presidencialista. Pero también los ejecutivos fuertes necesitan legitimarse en la representación ritualizada de los hemiciclos, y sólo con riesgo se prescinde de ellos o se les mantiene en letargo.
Así las cosas, el Senado se amplía mientras continúa su vida plácida y mientras algunos se entretienen en imaginarlo como una pequeña ONU, una babel de mentirijillas rodeada por un atolón de cabinas de traducción simultánea, en el salón de sesiones que estrenará la próxima temporada. El Congreso, a su vez, que había querido tener dos hemiciclos -el viejo isabelino, para los actos solemnes; uno nuevo, en la ampliación, para usar a diario- ha renunciado al nuevo, que no cabía en la estrecha parcela triangular que dejan libre los derribos (como hubiera podido advertirles cualquier ujier provisto de escalímetro) y se ha conformado con reformar el viejo, destinando la ampliación a salas menores y despachos.
En el guirigay de las obras de reforma, sus señorías han aprovechado la ocasión para hacerse con algún saldo de escaños usados, lo cual, y al margen de consideraciones sobre el patrimonio mueble del Estado y otras zarandajas, parece situarse más bien en el ámbito de las noticias que hasta la fecha se reseñaban en el País Imaginario.
Sería absurdo regatear mezquinamente a los parlamentarios un pupitre, un despacho o una plaza de aparcamiento. Pero hay maneras de satisfacer esas necesidades que se compadecen mal con la rigurosa ejemplaridad exigible a la institución tanto como a sus componentes individuales. Y lo menos que puede decirse de estas cámaras es que, en el proceso confuso y opaco que ha conducido a las actuales ampliaciones de sus sedes, no se han comportado con la cortesía debida a sus electores.
Si el resultado arquitectónico de estos mal encaminados afanes acaba siendo un inoportuno bulto semicircular entre las fachadas de la calle de Bailén o una agresiva arista de 30 metros de altura en la esquina de la carrera de San Jerónimo con Cedaceros, nadie debe rasgarse las vestiduras: unas Cortes descorteses con el ciudadano acaban por serlo también con la ciudad.
Responsabilidades
Estos botones de muestra -el edificio espectacular del Madrid cultural del 92, las ampliaciones del Congreso y Senado-, aunque formalmente competencias del Ayuntamiento madrileño o de las Cortes Generales, constituyen el género de grandes actuaciones urbanas de excepcional importancia simbólica ante las cuales el Ejecutivo no debería llamarse a andana y lavarse las manos. A fin de cuentas Felipe González es el jefe político de Barranco, Pons o Carvajal, y la ciudad de Madrid es la capital de la nación.
Pero en estos como en otros asuntos de singular relevancia emblemática, porque conciernen a la expresión física del poder político -la conformación material de los hitos urbanos-, el presidente del Gobierno muestra una especial timidez que podría interpretarse como desinterés ante la ciudad.
De esta forma, proyectos que habrían provocado crisis políticas en París, Londres o Roma pasan en Madrid sin pena ni gloria y resbalan por la piel impasible del Gobierno de la nación como una gota de agua por una lona encerada. Sin embargo, en ese nuestro entorno inmediato es casi innecesario recordar que muchos de los pulsos históricos entre Giscard, Chirac y Mitterrand tuvieron por objeto las reformas urbanas de la capital, y que en el Reino Unido es el propio heredero de la corona el que no se recata en inclinar con su opinión y su influencia los grandes debates arquitectónicos.
Felipe González debe entender que si los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla (con la modificación de la fisonomía urbana de ambas ciudades) son asuntos de Estado, el nuevo rostro de la capital de la nación no puede serlo menos, y los españoles o la historia le reclamarán en su día esa responsabilidad.
Lo anterior no exige amar la ciudad. El rey Carlos III, que apenas residía en Madrid dos meses al año, la transformó significativamente sin fingir un afecto que -al menos desde el motín contra Esquilache- no sentía por ella. Nadie puede reclamar al presidente un débito sentimental, pero su desapego respecto a la ciudad que habita parece superar lo tolerable. Al fin y al cabo, quizá resulte ser cierto que piensa más en Bruselas que en Madrid.
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