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Tribuna:SUCESOS CIVILES
Tribuna
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Historias de terror

El chaval había cumplido doce años con el orgullo de un bigote casi más completo que el de su padre. Nada más levantarme le miré con la satisfacción con que se mira una propiedad adulta, pero también con el pánico que me produjo escuchar el plan que tenía preparado para celebrar el acontecimiento. Quería traer a casa a seis o siete amigotes de parecido mostacho y pasárselo en grande. Ellos. Porque lo que es a su madre y a mí, nos temblaron las carnes. A pesar de mi magnífico sueldo como periodista reputado, condecorado a nivel estatal y amado por mis escasos jefes (tal es mi categoría), no he podido nunca permitirme un piso superior a los 100 metros cuadrados. Pensar que en aquella estrechura iban a meterse siete alazanes desbocados más los felices padres de uno de ellos, me amedrentó. A mí me amedrentó y a mi señora esposa la histerizó. No quiso hacer café hasta que no resolviera la amenaza. Tras lamentar varias veces mi apurado destino inmobiliario, se me ocurrió algo que modestamente podría llamarse innovador. Una manera de celebrar su bigote rompiendo con el pasado, pero evitando que se rompiera la casa. Los cargaría a todos en el Nissan y los soltaría en el complejo disco-alimenticio de La Vaguada. Una vez acordado, llevé a cabo la estratégica operación sin incidentes. Los trasporté al lugar después de que redujeran a recuerdo 25.000 pesetas de comida, bebida y dulces de encargo. Quedamos en que la recogida se produciría a las siete en punto.Regresé a casa, unos veinte minutos de coche, y pasé la tarde viendo los colorines de la tele bajo el nimbo de unos whiskies compactos cuyo efecto reflejaba la eternidad. A eso de las seis y media, mi mujer me dio un par de zarandeos y me fui al vehículo con la tranquilidad de que tenía tiempo por delante. Eso me creía. Nada más llegar a Arturo Soria, sábado, encontré un tapón de los que antes sólo se conocían por los cuentos de Cortázar. Velocidad media de 10 metros por minuto. Máximo. Pensé que tendría que ver con el cruce del aeropuerto y me sosegué. A ese cruce llegué a las siete menos cuarto. A tiempo, desde luego, para divisar la caravana que se extendía hasta el horizonte y cuyo final debía parar en Burgos. Me relajé pensando que el problema coincidiría con López de Hoyos y que después todo sería paisaje abierto hacia la nacional y la raqueta de La Playa. Desde allí, cinco minutos a La Vaguada. La velocidad decreció en algunos metros por el mismo minuto. Podría retrasarme hasta las siete y cuarto. La noche era templada. Me encontré en López de Hoyos a las siete y diez. Sin que nada me impidiera contemplar la soberbia hilera de luces que se prolongaba, ahora ya, en todas direcciones. La angustia empezó a mandar en el cerebro. Podría llegar a las siete y media. El niño era del tipo que tira a sensato y esperaría con paciencia. Además se le ocurriría lo del tráfico. Si no le salía la vena materna y empezaba a pensar que sus padres se habían suicidado mediante succión de la bombona del gas. Al llegar al desvío de la M-30 una lluvia lenta y gruesa repicó en el techo como si llamaran a la puerta. Podrían resguardarse en cualquier parte. Pero eran ya las siete y media. De pronto, lo esperado. Una absoluta soledad de poeta invadía los carriles de la M-30. El entusiasmo me hizo enfilar a 160 kilómetros la ruta del consuelo. Hice la raqueta de la carretera de la Playa a las ocho menos veinte y todavía no había quitado el in termitente cuando me detuvo un atasco de gente fumando pitillos sentada en el capó, de niños jugando al frontón contra las portezuelas de los coches. Me bajé a preguntar. "Mejor que pliegue el coche y se lo lleve al hombro", dijo un gracioso. El pecho se me cerraba, el estómago lo estaban clausurando con un torno, la nariz no quería oxígeno. Volví al Nissan a reunirme con la desesperación. Las ocho. Y las ocho y cuarto. La caravana circuló 10 metros y se paró para siempre. Veía al niño rodeado de maleantes, empapado, pensando que sus padres lo habían abandonado en el corral disco-alimenticio o que habían puesto fin a su vida por miedo al domingo. Abandoné el vehículo, al que todavía le faltaban letras y corrí bajo la lluvia los cuatro kilómetros que restaban. Mi hijo me esperaba solo, no sé qué habrían hecho los otros. Estaba empapado y las lágrimas o el agua hacían que le brillara el bigote. Cogimos un taxi. Dejé el Nissan y no volví a por él esa noche. Al día siguiente, tampoco. Me da miedo.

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