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Cazador

Las torcaces se han ido y también las tórtolas, las cigüeñas y las codornices. En su viaje hacia el sur han abierto camino a la fría luz de octubre, que llega por el norte. En estos días el cielo vuela más alto y más azul y el silencio, que regresa sobre el campo, abre simas interiores como si el Coloso de Rodas apoyara su cabeza en tu hombro. Es ésta la luz que arranca al arbolado los primeros tonos amarillos y pinta de invierno los plumajes de las aves. Es la luz que ilumina el alma de los cazadores.Con la escopeta al hombro y una pasión sólo compartida con su perro y los amigos, el cazador recorre montes y sembrados para componer sobre el rescoldo amoratado de los brezos un bodegón de perdices, liebres y conejos y algún faisán o pato en días de fortuna.

Nunca lo entenderán quienes propagan la imagen carnicera y desaprensiva del cazador, pero éste no es, en realidad, sino un pintor de bodegones de ancestral escuela. Al cazador se le critica básicamente por estética -el horror a la sangre- cuando su único pecado, desde ese punto de vista, acaso no sea otro que su falta de respeto por los géneros, con ese afán de autorretrato en medio de las naturalezas muertas. Pero ésta es, a su vez, la prueba exculpatoria, porque la ingenuidad es el estado de gracia del buen salvaje.

Un cazador se hace en el campo, en el amor y la pasión por los animales. En la España rural el bosque es un mundo mágico lleno de pájaros y alimañas que simbolizan lo bueno y lo malo y protagonizan historias que disparan la fantasía de los niños. El cazador que regresa cargado de trofeos, llegados de más allá del mundo aparente, cobra así perfiles heroicos a los ojos de los pequeños. Es posible que con el tiempo el cazador no recuerde cuándo le regalaron su primer reloj o cuándo se puso el primer pantalón largo, acaso dude quién fue su primer amor, pero nunca olvidará la primera vez que sus ojos se perlaron de emoción y frío una lejana madrugada cuando de la mano de su padre entró en el reino de la caza.

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