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Utopía y profecía

Los seglares católicos españoles están divididos en tres grupos principales: los restauracionistas y los avanzados que se sitúan en los dos extremos opuestos, y la gran masa de fieles sin grandes preocupaciones, solamente interesados en salvar su alma.Pero los avanzados no son todos iguales. El último congreso de teología, que trató de Utopía y profecía, lo ha puesto en evidencia. Hay los más variados matices; pero en todos ellos coinciden dos cosas: la denuncia profética de los fallos humanos de nuestro catolicismo o de nuestra sociedad pseudosocialista y la ilusión de acercarse a la utopía del Evangelio, no sólo pretendiendo los nuevos cielos, sino también la nueva tierra.

No les gusta la sociedad que tenemos del consumo, la competencia, la violencia y el egoísmo capitalista ni tampoco una Iglesia estancada en moldes del pasado y ansiosa de poder sobre los creyentes.

Desearían nuevos cauces más abiertos para el cristianismo y una mayor fraternidad eclesial que haga la convivencia más libre, más sincera y más solidaria en nuestra Iglesia española. Superando en ella condenas, ataques, suspicacias y obediencias ciegas exigidas por el que ostenta el poder, que nunca puede ser más que un servicio al amor, al respeto y a la libre expresión de nuestros sentimientos y anhelos, pero no un dominio eclesial como frecuentemente lo es.

Los profetas que hay entre estos católicos no son los que predicen el futuro ni tampoco agoreros de calamidades. Son los proclamadores de la voz de Dios para nuestro tiempo. Los que destruyen la rutina, el autoritarismo, la coacción y el interés material del que manda, para intentar construir una comunidad fraternal sin espadas de cruzados de la fe ni excomuniones excluyentes ni tampoco decisiones de ordeno y mando, como está ocurriendo en nuestra Iglesia de España, que pone el veto, sin escucharles, a teólogos como Castillo, Estrada y Forcano, o quiere acallar las voces, habladas y escritas, de quienes no se conforman con decir a todo amén, como si fuesen ovejas mudas.

Nuestra Iglesia -como dice san Pablo- está construida sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, enseñanza que ahora parece olvidada en nuestro país porque los creyentes que ejercen esta labor profética están demasiado dominados por la organización que todo lo atribuye en exclusiva a los apóstoles oficiales, y le molesta la voz de quienes con todo derecho profetizan.

El obispo Osés, sin embargo, actuó en este congreso de teología como profeta más que como apóstol, y recibió el apoyo caluroso de los más de 1.500 asistentes cuando propuso que el Vaticano tiene que cambiar sus estructuras demasiado humanas y que nuestra Iglesia se encuentra en un momento de involución que la está paralizando en gran parte.

Todo esto requeriría también una reflexión, en el mismo sentido, dedicada a nuestra actual política española para evitar su estancamiento.

La utopía -por su lado- es el motor que debe hacemos salir de los males que denuncia el profeta. Y en el congreso se habló lo mismo de la utopía cristiana que de la utopía profana.

Utopía es la proyección de nuestros deseos de perfección en el espacio y el tiempo. Son utopías "las ideas situacionalmente trascendentes" (Mannheim). Los sueños de perfección social, que están escondidos en el inconsciente de todo hombre, pero que la realidad cotidiana ahoga muchas veces. Y surge como producto de la marginación de un grupo social, que así -con esa perspectiva abierta- palía su dolor de estar preterido por el mundo y por la vida.

Este sentido perfeccionista, esta ilusión de cambio social y político choca con nuestro actual desánimo y defraudación por el prosaísmo social y político que es la tónica en Europa y, en especial, en España. Las promesas programáticas de 1982 apenas se han realizado, y somos víctimas de un realismo pragmático y oportunista. Sin embargo, la juventud, y algunos colectivos cristianos y no cristianos, están como ovejas sin pastor, y en el fondo de su ser anhelan algo utópico, no se conforman con el prosaísmo que nos invade, ele vado a anti-utopía, la cual se nos dice que es necesaria. Este VIII Congreso de Teología ha querido rastrear los signos de los tiempos, haciendo que personas metidas de lleno en el fragor de la vida nos digan lo que ellos piensan para -a partir de ello- hacer nosotros una reflexión religiosa que no se quede en las nubes de la evasión, sino que tenga los pies asentados en nuestra tierra. Porque, seamos sinceros, las revoluciones sólo se han producido después del cristianismo; antes de él, cuando más, eran únicamente conatos de rebelión o rebeliones de palacio.

Propuestas ha habido en este congreso dignas de ser pensadas, como las de Gonzalo Arias, que propuso no el desarme del Ejército, sino el transarme, de modo que sus armas principales no sean las materiales, sino las psicológicas y comunicacionales. Que se creen en la sociedad expertos en defensa incruenta que, mediante el estudio, la divulgación, las encuestas y el voluntariado debidamente entrenado y encuadrado, proporcionen a la sociedad alternativas prácticas y eficaces contra la violencia de todo tipo.

Y, por último, la propuesta de García Nieto de una sociedad de la utopía, contra la sociedad del mercado total que nos envuelve como si no hubiera otra posibilidad, la cual no resuelve ni puede desarrollar los valores humanos que todos llevamos dentro y que deseamos que se encarnen en la piedra y no sólo se queden en las nubes del deseo, de modo que vayamos hacia una sociedad de la solidaridad, la calidad y el medio ambiente humano, la descentralización personalizada y el internacionalismo de cooperación. Schaff, Illich, Gorz y otros muchos, como Goodman, han hecho una reflexión concreta sobre esta perspectiva posible, que está ahora ahogada por el egoísmo y el interés materialista a corto plazo de nuestra sociedad, pero no les hemos escuchado.

Y la Iglesia podía -pero no lo hace- dar testimonio de estructuras más en consonancia con la sociedad que deseamos, y que no caigan en la trampa del dinero, del poder y de la coacción.

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