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Por negro, tartamudo y antipático

De tanto en tanto hay episodios que a uno acaban por reconciliarle con el género humano. Otros, en cambio, aceleran un serio proceso de dudas al respecto. Lo ocurrido con Ben Johnson en la Olimpiada de Seúl bien podría tener que ver con lo segundo. El simbólico linchamiento colectivo del que ha sido objeto marca la pauta de cierta fisura de abyección inherente, nos tememos, a la condición humana. Parece claro que el ganador efímero del oro en los 100 metros libres se dopó con sustancias prohibidas por el Comité Olímpico Internacional (COI). Nadie lo discute y todo el mundo, excepto el propio atleta y sus managers, acepta las sanciones como algo lógico. Lo que ya no parece tan lógico es la reacción que de inmediato y en cadena ha surgido doquier. Sí, no deja de haber algo de preocupante en el hecho de que la masa dicte sentencia del modo en que se han producido los acontecimientos. No hay piedad para este hombre dedicado en cuerpo y alma al deporte de alta competición que, reconozcámoslo, se equivocó al tomar anabolizantes. O que se equivocó, supongámoslo así, al no controlar la ingestión de tales sustancias.No hay piedad para el superhombre, porque ese mismo superhombre ha traicionado la idea que de él deseaba tener una sociedad que tiende a mixtificar cuanto rodea al poder, las demostraciones de fuerza bruta, los récords y toda esa histérica parafernalia que envuelve a las Olimpíadas y que, a fuer de ser sinceros, poco tiene que ver con el deporte.

Ben Johnson es un negro especial. Para empezar, es muy negro. Acaso demasiado negro para estos tiempos que corren. Tal vez sea que la gente, la masa, prefiere ese otro tipo de negro a lo Carl Lewis o a lo Michael Jackson, así, tirando a blanco, con actitudes de blanco. Y no nos referimos a tratamientos con hormonas para aclararse la epidermis; no, se trata de una tribu que suele entrar sin ningún tipo de escrúpulos en las redes del show business que cíclicamente montan los blancos, la mayor parte de las veces por motivos estrictamente crematísticos, para sacarle tajada al hecho de la negritud. Porque lo negro simpático vende. Así es. Y Johnson es un negrito malo. Parece amargado, lo que no gusta en absoluto. Va a lo suyo: el récord. O sea, en el lenguaje de los atletas, Dios. El deporte, el récord, es Dios. Ben Johnson es, o al menos lo era hasta hace unos pocos días, su profeta en la Tierra. Pero no se puede ser profeta con esa cara de malas pulgas. Johnson es obstinadamente antipático, y por ello, hasta la fecha, había que admitir y soportar sus triunfos. Todos están de acuerdo ahora en que, en el fondo, nunca le cayó bien a nadie. Un chulo, se comenta. Está pagándolo con creces. A la gente, y a la Prensa, le fastidian los chulos que suelen ganar.

Pero hay más. Con Ben Johnson se han barajado conceptos ciertamente peligrosos, resbaladizos, de los que posiblemente él no sea nunca consciente. Con la excusa de sus veloces galopadas, de sus zancadas precisas e inverosímiles, se ha venido hablando de perfección. Flotaba en el ambiente desde hacía lustros. Hacía falta el atleta, la máquina. La perfección hecha hombre. Finalmente salió, aunque no reunía ciertos requisitos. Da igual, es la hora de la venganza. Se habla también de que, cada vez más, los deportistas de elite son productos de laboratorio, no ya de gimnasio. Bien, con Johnson lo único que sucede es que se trata del producto de laboratorio más perfeccionado que existe. Eso ha terminado por molestar. Ése ha sido su pecado. Además, es tartamudo, desprecia a los periodistas y cultiva su musculatura -dicen- de manera obsesiva. Encima va y gana, pulverizando todos los récords imaginables. Muchos deportistas, y también quienes siguen con pasión el deporte, se destapan con hechos como éste en tanto lo que en realidad son: unos irremediables psicópatas de la pureza. Lo cual, más allá de las ventajas que puedan obtenerse al tomar sustancias prohibidas y de las en teoría punibles secuelas ante tales evidencias, no deja de producir un cierto escalofrío. Pero ahora se han desenmascarado muchos. Son ellos los que con más virulencia han clamado por su cabeza. ¡Fuera, fuera! ¡Que no corra nunca más! Que los dioses, tan perversos ellos, nos amparen de caer en las garras de ciertos defensores de la pureza, concepto aleatorio donde los haya. El caso es que a Johnson, aparte de la mayúscula humillación de lo de Seúl y de haberle cancelado todos los contratos que tenía, le han destrozado la vida. Y todo por el nimio, ridículo hecho de no saber tomar sustancias como las que han acabado siendo su patíbulo deportivo. Por no saber hacerlo como muchos de sus compañeros. Por no diluirlas a tiempo. Triste es constatar cómo, en efecto, a veces parecen tener razón quienes dicen que a este chico le faltan unas pocas luces. Triste, más aún, plantearse qué habría pasado si en lugar de Johnson hubiese sido un célebre atleta norteamericano el acusado de doping. ¿Cuál habría sido entonces la reacción de la gente, la de la Prensa, la de los jueces, la reacción inconsciente de todos? Porque, para colmo, resulta que Johnson siempre fue un insolente redomado, sobre todo con los jueces. Esas feroces miradas que les dedicaba han acabado por girarse en contra suya. Una lección, un escarmiento para sus presuntos émulos en el futuro. La pena, la única pena, es que no existan imágenes del desastre, de su desastre personal. El atleta llorando o pataleando de rabia en el suelo. Nos las pasarían sin tregua en televisión, como han hecho esta vez con el batacazo de Luganis al dar con la cabeza en el trampolín, y como hicieron en Los Angeles, en un prodigio de mal gusto, con la corredora suiza de maratón que al final caminaba de lado y hacía atrás. Hay una especie de macabro regodeo visual en la fría contemplación del hundimiento de los mitos. Johnson se ha pegado un buen chute. Vale. A la hoguera con él. Sin embargo, debe haber chutes y chutes. Están los derivados de los anabolizantes y los psicológicos. Se ha comentado, por ejemplo, algo sobre técnicas de levitación por parte de los gimnastas soviéticos. Después está el look. ¿Qué deben sentir sus contrincantes cuando se hallan junto a Florence Griffith en la línea de salida, con esas uñas y esos músculos? ¿Qué han hecho con esa jovencita rusa, Yelena Chuchunova, para que consiga un estado de abstracción tal en plena prueba, quedándose totalmente ensimismada hasta que, de pronto, se le dispara un párpado en una especie de tic inquietante? ¿Quién está realmente más drogado, Johnson o Chuchunova? En última instancia, ¿drogados de qué?

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Por cierto, es curioso y significativo que en todos estos días nadie, absolutamente nadie, se haya acordado del tema Perico, pese a lo reciente que está. Acaso los franceses sí, pero ya se sabe, son tan gabachos, tan suyos, que no admiten una bofetada en pleno rostro y en su tierra, con o sin anabolizantes. Evidentemente, aquello era otro asunto, pero, sobre todo, sigámoslo reconociéndolo, era nuestro Perico. Temo que a unos pocos nos queda la esperanza de que Ben Johnson no se venga abajo del todo, no se arrepienta ante los sumos sacerdotes de una religión, la pureza deportiva, que sólo ellos articulan y legislan como quieren. Ojalá ese pedazo de ébano, fugaz como un meteoro, siga encerrado en su soberbia elemental y entrañable, en su timidez oscura, en su negritud poderosa y amenazante. Suyos, mal que les pese a casi todos, son y serán los mayores récords de este siglo en velocidad. Su desamparo de niño travieso ante la masa hostil no inspira sino piedad. Está en la mente, en la intimidad de cada uno, otorgársela o no.

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