Detente, caminante
Me levanté bastante más temprano de lo que suelo. Mi propósito -que se perfeccionó mucho con el madrugón- era salir cuanto antes de la órbita occidental de Túnez y entrar, sin ninguna duda intermedia, en la oriental, ya fugazmente entrevista la primera noche. Una decisión quizá un tanto taimada, pero de lo más aconsejable para penetrar en la ciudad, como mandan los prejuicios, por lo que podría ser su frontera menos europeizada. Claro que cualquier país que se precie tiene mucho de amalgama cultural. Y Túnez, sin ninguna discusión histórica, dispone de ese rango, aunque luego la síntesis última de su personalidad se unifique, ardua y sustancialmente, a partir de las raíces musulmanas. Mi idea consistía en sondear primero en esas raíces y en andar luego un poco a la deriva en busca de las otras posibles -cartaginesas, romanas, bizantinas-, si es que en puridad las encontraba sin acudir a las bibliotecas.La primera plausible ruta a tales efectos debe dirigirse al zoco. Pero en Túnez no hay un zoco, sino decenas de ellos intercalados por la medina. Están más o menos distribuidos -dentro de lo que cabe- por gremios: orfebres, especieros, alfareros, tintoreros, tejedores, curtidores, perfumistas, a más de alguna que otra junta de comerciantes en mierdas de plástico. Elegir un zoco induce, como en los exámenes de conciencia, a la duda agobiante. Después de una previa consulta con el azar, me sumergí primeramente en el que bulle por los alrededores de la mezquita de al-Zituna. Hay que aligerarse de lastres educativos, caminar a paso procesionario, actitud que se concilia de lo más bien con las remisas alagarabías ambientales. Ya se sabe que en un mercado comparecen siempre muchas marcas de la vida de una ciudad, y que de ahí pueden deducirse sus más inveterados comportamientos. O eso creo. Antes -que ya no- también poseían esa didáctica cualidad las llamadas zonas de tolerancia, o sea los barrios de putas, cuyos trajines ya no son ni por asomo lo que eran.
Decenas de zocos
Así que me adentré de muy buen grado en el primer zoco tunecino, antes de correr el riesgo de imaginarme que el Ramadán se llama aquí Cuaresma. Los accesos al entorno de la mezquita de alZituna son diversos y sugeridores y están discretamente ornamentados de escombros. Yo entré por la parte de Bab-al-Jazira y enseguida me rodeó la emanación estentórea y grasienta de un mundo ajeno, aunque no ancho. Me encontré asociado a un olor indescriptible, a un olor sebáceo y arqueológico compuesto de muchos otros olores estacionados aquí sin duda desde que el Profeta huyó a Mediria. Las tiendas se arraciman en los angostos pasadizos, mientras el lienzo difuso del polvo sahariano se afana en entoldar las lucernas de las bóvedas.
Uno se siente de pronto azotado por un cómitre de turistas, participa sin quererlo de la ronda gregaria del exotismo. Hay que escapar de ese señuelo insidioso. Hay que hacer algo para no ser tomado por un gringo o un japonés en avanzado estado de excitacíón consumista. No por nada, sino por todo. Lo mejor es imitar las negligencias rutinarias de los indígenas. Y tan a derechas debí hacerlo que, a poco de andar entre los orfebres -un lujo equívoco de alhajas árabes, beréberes, turcas-, se me plantó delante un anciano de prestancia patriarcal, un emisario tal vez de las ghorfas tribales del Gran Sur, que hizo todo lo que suele hacerse cuando se reconoce a alguien. Yo no me permití -naturalmente- aclararle de algún modo que se había confundido. Entre otras cosas, porque tampoco estaba muy seguro de que se hubiese confundido.
El anciano prorrumpió en un monólogo que me hizo recordar una de mis más severas frustaciones: no saber una palabra de árabe. La verdad es que, según cálculos inexactos, siempre he supuesto que un ramal de mi genealogía debe estar conectado con los andalusíes oriundos de Siria. Pero ni siquiera eso me sirvió para entenderme con el anciano, que se fue sin más por donde había venido. De modo que ese encuentro marcó de muchas estrafalarias maneras mis primeros pasos tunecinos. No voy a contar hasta qué punto porque no practico la poesía lírica.
La gran mezquita de al-Zituna, erguida en las cumbreras de la medina, es la más antigua ymajestuosa de Túnez. La construyeron primeramente alarifes beréberes, en 732, a poco de iniciarse las consecutivas conquistas musulmanas de Túnez y alAndalus. Algunos elementos arquitectónicos son de tradición árabe y otros -los minaretes octogonales que asoman tras su magnífico porche- pertenecen a la época de la dominación otomana, ya en el XVI. Aquí están, pues, representados los tres principales ingredientes étnicos del país. Si bien la población es de sustrato beréber, los cruces sucesivos con árabes y turcos acabaron definiendo toda una resultante racial musulmana de difícil fragmentación. Pero la sangre beréber continúa manteniendo una sutil preponderancia. Es la herencia de la antigua Berbería, cuna remota de los nobles númidas de la Kabilia y el Rif, que es de donde sahó la tropa que venció a las huestes visigodas a orillas del Guadalete. Recuérdese que eran no más de 7.000 beréberes -y unos pocos árabesquienes inauguran de hecho la hegemonía islámica en la Península. Sus descendientes andaluces eligirían, seis o siete siglos después, estos mismos pagos para rafugiarse tras los cristianos edictos de expulsión. Un inmenso circuito histórico que acaso diga más de lo mucho que dice.
En la mezquita -al menos en esta de al-Zituna- no se admiten visitas de curiosos durante las horas de la plegaria. Y aun así, no puede pasarse del patio, que es hasta donde entré con cierta incertidumbre fervorosa. El patio es un recinto de extraordinaria armonía, una pulquérrima simulación lacustre aromada de harissa, esa mezcla picante de especias que parece fluir entre el musgo coránico de las abluciones. Apenas había turistas, lo cual favoreció un episodio cuya sola y temeraria explicación se contradice con mis escasas dotes para la elocuencia: el subrepticio asedio de la baraka. No sé de ningún vocablo español que equivalga a ese término árabe. Pero nadie ignora a qué situación límite me refiero: esa especie de acuiante concentración de energía que nos sume de pronto en ia paIsivídad de una plenitud jubilosa. Es una experiencia casi instantánea: cuando se es consciente de su aparición, desaparece, De modo que entendí muy bien en este recinto sagrado el disfrute contemplativo de los quietistas. Tampoco me pareció raro.
No sé si influyó en todo eso -ya en plan efectista- una vieja historia recogida en no pocos tratados sobre mística árabe. Cuentan que Ibri Arabí, el gran maestro andalusí del sufismo, compuso de memoria, mientras oraba en esta mezquita mayor de Túnez, un poema que ni transeribió en ningún papel ni comunicó a nadie. Al cabo del tiempo -a fines del X11-, cuando volvió a Sevilla, oyó un día a un muchacho recitarlo literalmente. Ibri Arabí, anonadado ante semejante prodigio, le preguntó al muchacho que dónde había aprendido el poema y que si conocía a su autor. El muchacho respondió que era obra de un sufí errabundo llamado Ibri Arabí y que se lo había enseñado un desconocido que desapareció sin dejar rastro. A través de esas explicaciones supo Ibri Arabí que el desconocido había revelado el poema en Sevilla en el mismo instante en que él lo componía en Túnez. Me interesa añadir que el relato de tan,admirable experiencia no me fue transmitido por vía telepática.
La gran casa comunal
Bien. La medina es un extenso albaicín enaltecido por esa falta de trazado urbanístico que acaba siendo el más humano de los trazados. Se trata de una intrincada teoría de pasajes abovedados como corredores y placitas entoldadas como patios: la gran casa comunal de los viejos tunecinos. Decidí, no sin alguna perplejidad escrupulosa, quedarme por allí a almorzar, y tuve más suerte de la prevista. Pues comí un notable couscous de cordero y bebí un vino llamado Magon, una especie de tinto aborgoñado que no entraba nada mal. De postre, un makrut (o algo así), que resultó ser hermano gemelo del alfajor de otra medina, la gaditana de Sidonia.
Por la calle del Castillo de los Andaluces se sube hasta la más empinada colina de la kasbah. Es como si se saliese de un mundo en que hasta la cochambre se finge prestigiosa y se entrara en otro donde los prestigios son ya del orden de las inmunidades exquisitas, esa exaltación ornamental del placer que suele llamarse lujo oriental. Luego de solazarme lo justo, volví a perderme por el cerco abigarrado de los zocos: ahora por el de los especieros y el de los cinceladores. En cada esquina, junto a las basuras medievales, una menesterosa cántara de agua; en cada miel, sus moscas. Por el zoco de los especieros se divulga un esplendor de condimentos cuyos olores son todos los olores del mundo. El otro zoco, e! de los cinceladores de la supuesta plata beréber, es un heterogéneo ferial de utensilios que las mismas indigencias seculares han logrado en parte preservar de las trampas utilitarias. Un efluvio todopoderoso, a medio camino entre el dátil y el cieno, salía de los zaguanes y dotaba al escenario de su atuendo preciso: esa dulzura podrida con que se manifiestan a veces ciertas marchitas antigüedades.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.