'Odio al fútbol'
No sabía que el señor Haro Tecglen (Odio al fútbol, EL PAÍS, 11 de septiembre), a quien he seguido y admirado desde la noche de los tiempos en el semanario Triunfo, fuera amante de los tatuajes. Mira por dónde alguien tuvo la habilidad de introducir bajo su piel el colorante necesario y suficiente como para teñir el libre albedrío de aquel alevín de intelectual con la vistosa falacia de que el fútbol era malo para la salud mental de cualquier homo sapiens que se preciara. Nosotros, flechas imperiales en la década de los cincuenta, tuvimos peor suerte: en lugar de tatuarnos / vacunamos con suavidad artística contra los intangibles males del fútbol, nos esculpieron en la calota a cincelazo limpio aquello de las hordas rojas mientras nos llevaban de permanente excursión a montañas nevadas, donde lucíamos con orgullo nuestras camisas nuevas bordadas mientras agradecíamos a la Cruz su patriarcal protección de tan limpia espada.
Afortunadamente para nosotros, al fútbol lo dejaron tranquilo, con lo que, además de pasárnoslo bien, ligábamos mejor -siempre había un ramo de flores que entregar en los partidos de santo Tomás de Aquino-, y aprendimos a conspirar a partir de un entonces saludable antimadridismo (hoy día, y con el repelente niño bueno converso Bernardito Schuster y los ultrasur, la militancia anti sigue siendo higiénica), lo que nos llevó inevitablemente a Cuadernos, Triunfo... y a votar a esos chicos del Betis.
Lo que le quiero decir al señor Haro es que fútbol e inquietud intelectual no son incompatibles. Es más, en algunas ocasiones solemnes, como, por ejemplo, ante un cambio de ritmo de Johan Cruyff, un recorte de Maradona o una peculiar heterodoxia de Butragueño, los adictos pueden sen-
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