El festival
EL FESTIVAL de Cine de San Sebastián se inaugura hoy en lo que promete ser una de las temporadas más brillantes de su historia. Había pasado un largo bache, después del cambio de régimen -el anterior lo fundó como una de sus solemnidades oficiales y vistosas, pero sometido siempre a las censuras y recelos propios de su esencia, que le quitaron entidad-, y en los últimos tres o cuatro años se ha ido convirtiendo en uno de los acontecimientos clásicos del cine mundial, pese a que ciertas inclinaciones al chovinismo le nieguen el pan y la sal, como lo demuestra el hecho de que se haya estrenado recientemente en Francia la película Boda en Galilea, primer premio en San Sebastián el año pasado, sin que en la publicidad de dicho filme figure ninguna alusión a este galardón. Pero esto no impide que, en el pasado festival de Cannes, el más conocido y voluminoso del mundo, se hayan adoptado unos criterios selectivos de filmes que los organizadores del festival donostiarra habían diseñado con dos años de antelación.Ello es fruto de un sentido de la responsabilidad en las autoridades vascas y del acierto en el nombramiento de una dirección profesional y con experiencia. Coincide este año con el final de lo que ha sido un verano que se describe también como excepcional en una de las ciudades más bellas y acogedoras del país, que está haciendo un verdadero esfuerzo colectivo para salir adelante en unas condiciones broncas de su historia. La paz y la tranquilidad con que se debe celebrar el festival de este año pueden ser fundamentales para la recuperación de San Sebastián, con independencia del ideario político de cada uno de sus ciudadanos. Si algún problema tiene, es por exceso: la oferta que hace en sus secciones paralelas, las exhibiciones privadas, los ciclos y las aulas son mayores que lo que puede atender un solo espectador. Pero el festival se ha dado a sí mismo como identidad esta abundancia.
La ejemplaridad de esta manifestación cultural puede hacer reflexionar sobre algunas otras que se multiplican sin cuenta por toda España. Hay algunas que han conseguido el arraigo de la tradición, como son, por ejemplo, el festival de teatro de Mérida, o los de música de Granada o Santander, donde se reúnen teatro, música y danza, aunque podrían perfeccionarse. Pero la situación actual, con la abundancia de espectáculos organizados y concentrados en épocas concretas del año, es la que puede llegar a dañar la idea de continuidad del arte y la cultura, de lo que se llama espectáculos normales. Muchos espectadores se contentan con estas ofertas que parecen extraordinarias y abandonan las salas en los largos tiempos entre festival y festival. Esta multiplicación a veces insensata se debe a pruritos nacidos de la división del Estado en autonomías y de éstas en ayuntamientos, y al deseo de cada autoridad de apuntarse sus tantos, más políticos que estrictamente culturales. El resultado es un despilfarro de cientos de millones, una falta de profesionalidad en los organizadores improvisados, y a veces una selección de espectáculos que, más que acercar, alejan de la oferta cultural a quienes son espectadores ocasionales.
La sensación de distancia que hay entre la oferta del festival de San Sebastián y la situación actual de crisis política y económica en la organización del cine estatal es una muestra de ese desconcierto. Los festivales de todo orden deberían estar limitados a los que realmente tienen una oferta capaz de soportar el examen europeo. Y siempre que hubiera un trabajo continuo para que el desarrollo cultural cotidiano pudiera llegar a toda España por los cauces normales.
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