Horrores marciales
Ha bastado que el ministro descorriera un tanto la cortina que públicamente cubre los cuarteles para que cunda la alarma. Uno, que ha padecido la hospitalidad de estos recintos, se pregunta qué pasaría si se descorriera del todo. El caso es que, a despecho de la novísima teoría del desagüe, comienzan a airearse algunos clamorosos desajustes entre ciertas funciones públicas encomendadas y las efectivamente desempeñadas. Parece llegado también el turno de abrir el portón de los cuarteles y trasponer el puesto de guardia. Ocurre con el ámbito militar algo paradójico: es a la vez la institución a la que temporalmente todo ciudadano masculino por fuerza se incorpora y de la que casi nadie luego está dispuesto a decir este mosquetón es mío. Así es como las impresiones acerca de la mili, de tan privadas como permanecen, generan sin duda un sentimiento común, pero no una opinión pública. En su lugar pervive inalterable una retórica oficial en la que es imposible reconocer la propia experiencia, una conciencia falsa que prolonga hasta el hastío la siniestra ficción.Hacer saber ahora a la ciudadanía el exagerado número de fallecidos y heridos que provoca la mili es comunicar una tragedia sólo por su lado más viscosamente noticiable. Aun antes de disiparse la condolencia por la suerte de estos pobres soldados, a los que ni siquiera cupo el dudoso honor de caer en combate, ya se ha alzado el coro de obedientes para los que la patria está más allá de los individuos que la forman. La mili es defectuosa, nos amonestan, sólo cuando hiere o mata; pero estos accidentes, en cierto grado explicables en todo servicio de armas, para nada empañan su glorioso cometido; los suicidas son enfermos que hubieran puesto fin a su vida en cualquier otra circunstancia, sólo que con sospechosa contumacia eligen esta ocasión para cumplir sus designios...; incrementense, en definitiva, las medidas de seguridad y tendremos un servicio militar sin tacha.
Pero no es ese el punto de mira que permite entrever la verdad de la mili. La recluta es tanto de cuerpos como de almas. Esos muertos y heridos son síntomas, los más cruentos si se quiere, pero sólo síntomas de un inmenso caudal de sufrimientos que siguen royendo el ánimo de los supervivientes. Tras reducir el margen de lo imprevisto, toca encarar lo esencial y cotidiano de la vida cuartelera. Y entonces, probablemente, se verá que, desde el toque de diana al de retreta, se producen entre los soldados otras muchas bajas anónimas. Porque, dígase lo que apetezca, no son las penalidades fisicas lo que más duele de la mili. Ni es un detestable egoísmo civil el que se rebela contra el servicio militar. Ni tampoco las hondas razones del pacifismo o de la objeción de conciencia, las primeras en ser esgrimidas frente al sistema de leva obligatoria. ¿Nos atreveremos por fin a apuntar hacia los factores torturantes y traumáticos de toda milicia obligada?
No sería el menor de ellos la palpable constatación de la distancia -cuando no del chirriante contraste- entre las virtudes que allí se pregonan y la conducta que se observa. Si alguna corporación pública hace de la ejemplaridad su estandarte y proclama su sometimiento a los valores condensados en el servicio a la patria, ése es el estamento militar. Pero en cuanto el quinto se levanta, y con que tire un poco de la manta, a lo peor el espectáculo que se le ofrece contraría aquellas promesas. Y para no hacer norma de la excepción ni incurrir en abusivas proyecciones, solicitemos con urgencia de cualquier diputado resuelto una investigación en toda regla. No lo juzgará ofensivo quien acostumbra a estar en perfecto estado de revista. Tal vez una encuesta fiable sobre la realidad de campamentos y cuarteles pondría objetivamente de manifiesto lo que va del honor y de la lealtad al fingimiento y, disimulo como pauta de existencia de tantos; qué ha sido del valor y del afán de servicio una vez sumergidos en una atmósfera de poder discrecional; si la exaltación del sacrificio concuerda con la flagrante ociosidad de los de arriba y el irremediable sestear de los de abajo; en qué medida la disciplina ha sido confundida con la brutalidad y la vejación; si alguna excelencia puede brotar de la mutilación de todo lo sobresaliente y de la despiadada imposicion de lo uniforme; cómo es posible hablar sin burla de una moral de la tropa en medio de lo que aparenta ser la perversión de toda moral... Una investigación semejante debería revelar, en suma, hasta qué punto el servicio a la patria se ha trocado en claudicación ante lo militar y en servicio a los militares.
A poco que esté sujeto a este previsible ejercicio de aflicción, es de temer que se apodere de la mente del recluta una lacerante conciencia del sinsentido de la instrucción marcial, de la gratuidad de sus gestos rituales, de la insalvable inadecuación entre las ordenanzas militares y la lógica ciudadana. No es ningún secreto que los mejores, y por los medios más arriesgados, tratan de hurtarse a formar en filas. ¿Y cómo no había de ser así cuando la mili se presenta como un noviciado forzoso, por el que se arranca al individuo de sus relaciones civiles para insertarle sin contemplaciones en otras que constituyen su pura negación? Se diría que el servicio militar abarca ese período de la vida en que, sin mediación de condena penal, la persona ve reducida su dignidad humana mediante la suspensión fáctica de parte de sus derechos públicos. Pero más que de una segregación se trata de una verdadera inversión respecto de la sociedad civil y política que la arenga militar se encarga de fomentar a la que se descuida. Desde los altos destinos guerreros, la sociedad de paisanos queda relegada a comunidad de segundo rango y sus valores puestos en entredicho. Nada tiene de particular que, para esta concepción, toda autoridad competente haya de ser militar, por supuesto.
Viene así a cuento, por si aún conservaran vigencia, meditar estas palabras de B. Constant en 1814: "En todas partes los hombres reunidos en cuerpos de ejército se separan de la nación. Contraen hacia el uso de la fuerza, de la que son depositarios, una especie de respeto. Sus costumbres y sus ideas se hacen subversivas de esos principios de orden y de libertad pacífica y regular que todos los gobiernos tienen tanto el interés como el deber de consagrar (...). La clase desarmada es a sus ojos un vulgo innoble; las leyes, inútiles sutilezas; las formas, insoportables lentitudes (...). La unanimidad les parece necesaria en las opiniones, como el mismo uniforme en las tropas. La oposición viene a ser para ellos un desorden; el razonamiento, una rebeldía". Y si esto valiera todavía para todo ejército, con mayor razón valdrá -como escribe Sánchez Ferlosio- para uno de tradición pretoriana como el nuestro, "donde la ciudadanía civil es, en principio, una forma de condición humana meramente consentida por especial benevolencia y gracia del estamento militar".
Civilizar la mili no significa hacerla más grata y llevadera, sino, a través del sometimiento del privilegio militar al poder civil, someter a cada ciudadano la opción de su aceptación o de su rechazo. Por muchas reservas que pueda suscitar la fórmula, hoy no queda otra alternativa digna que la mili voluntaria. Pues mientras el orden castrense tienda a renegar del orden civil, nada más justo que el espíritu cívico reniegue a su vez del espíritu castrense. La actual objeción de conciencia al servicio militar no es más que la respuesta que unos pocos, de momento, dirigen frente a la objeción que el servicio militar pronuncia contra todos. Ha llegado el día en que el ciudadano autoconsciente -como personaracional y libre- sea declarado inútil para el servicio de armas, mientras aguardamos la fecha en que el mismo servicio de armas sea declarado inútil.
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