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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOROMA, MI VENTURA / y 5
Tribuna
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Declaración en la aduana

Anoche se debatió si por las calles de Madrid vociferan tantos locos como por las de Roma. Vagabundeando por las placitas y callejuelas, en torno a la iglesia de San Ignacio, nos habíamos cruzado con uno de esos desesperados en andrajos, que van amenazando de muerte en representación del género humano a los transeúntes y terracistas que fingen ignorarlos. En mi opinión, no sería Madrid, sino Nueva York, el termino justo de comparación. En todo caso, estamos de acuerdo en que es muy superior al de estos ruidosos orates el número ole miradas enajenadas y de gestos incontrolados que se atisban en cualquier urbe europea. Piazza Novona nos devuelve a la aparente cordura de la humanidad que ha salido a tomar el fresco.Según anuncian los augures que se equivocan más que los intelectuales, las temperaturas tienden a subir. Con calor infernal o con brisas celestiales, ya no se puede aplazar la decisión del viaje al extranjero. La compañera de viaje alega la Pietá. Yo cito a Belli: "... che un papa e come noi de cam'e d'ossa". Y con estas Justificaciones como pasaportes, a la romana, por una puerta de bajada, subirnos a un 81 en la parada de la Domus Aurea.

La mañana, con su luz de tarjeta postal, incita a los peregrinos a encontrar bonito o memorable todo cuanto va quedando atrás. Eféctivamente, el Castel Sant'Angelo tiene más apariencias cle mauseleo que de fortificación y cárcel. Al Palacio de Justicia, recién encalado, sólo le faltan unas macetas de claveles reventones. Ycuando el autobús pasa el Tiber sobre el Ponte della Regina Margherita, la mañana por Vía Cola di Rienzo se ha embellecido tanto como la bacanalera de Mesalina el día de sus bodas bígamas con Silio.

Multitud babélica.

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Recuperada la cotidianidad en Piazza del Risorgirriento y con un amaro preventivo, cruzamos la frontera per la Porta Angelica, como parece lógico. A la sombra de la columnata, antes siquiera de recordar al taxista asesino de palomas, me prohíbo a mí mismo calcular durante las próximas horas cuánte nos ha costado y nos cuesta en dinero y en progreso la construcción y mantenimiento de esta ciudad-Estado. Aquí, ante la multitud babélica, se demuestra irrefutablemente la potencia de la voz hispánica; basta con cerrar los ojos y uno se cree en las proximidades de la basílica del Pilar o a la salida de misa en Santa Rosa de Lima. Parte considerable de los 800 millones que acatan la autoridad pontificia y una parte no desdeñable de las otras 800 religiones alimentan el palomar que es la plaza, franquean postales, señalan con el índice el balcón de las apariciones papales, arrastran niños o les propinan coscorrones, compran toneladas de recuerdos en los tenderetes, los más sonríen, aliviados y beatíficos.

Ahora, que ya estamos aquí, la opción se plantea entre si tendremos fuerzas para, después de la basílica, recorrer tres kilómetros de línea fronteriza hasta los museos o solamente- para refugiarnos en el sótano de una tratoria cercana a la que tengo concedidas cinco estrellas, como Antonio Martínez Sarrión a Marilyn Monroe. Ya que es fácil orientarse en este territorio, me las doy de listo y trato de que un suizo me permita acceder a la Sixtina por un atajo cardenalicio, a lo que el saizo se niega con exquisita ama.bilidad, y mientras me explica el itinerario que hasta un australiano tonto conoce, decenas de máquinas fotográficas nos inmortalizan al suizo y a mí.

Entramos y, tras una pausa sobre el pórfido rojo que fetichiza la coronación de Carlomagno, la compañera de viaje, orientada por el estruendo chicharrero de los disparadores fotográficos, se incrusta en la masa tras la cual, encristalada ahora como el Guernica, está la Pietà. Con una ojeada al baldaquino y a las salomónicas columnas del altar mayor, que, con mis respetos a Bernini, nunca fueron de mi devoción, me entrego, más o menos sobre la tumba de San Pedro, segundo esposo de la Iglesia y víctima de Nerón, a los vuelos y vértigos de la cúpula fabulosa hasta que mis cervicales se niegan.

Luego consigo descubrir a algún que otro fiel que ha conseguido, a su vez, ensimismarse en la oración. En la grandiosidad me siento, como han pretendido que me sienta, rnás pequeño de lo que soy. Mezclándome no a los grupos azuzados por los guías profesionales, sino a alguno de los pueblos italianos que recorren la basílica pastoreados por su párroco, mi intrusión es premiada con el conocimiento de variadas curiosidades y ocurrencias. Deberíamos haber venido en tranví a.

Cuando en uno de los últimos atardeceres romanos lleguemos a San Pietro in Vincoli, daré la razón a la compañera de viaje, que mantiene la ubicación inadecuada, por razones de proporcionalidad, de la Pietà y la acertadísima del Moisés. Ella, a cambio, no comparte mi convicción acerca de la manufactura sospechosamente moderna de las cadenas del apóstol. Pero esa tarde ya habré olvidado el Vaticane; y, autoexpulsándome pronto del templo, olvidaré las cadenas y a Miguel Ángel, porque pronto gozaré de la paz del espíritu por estas otras calles del barrio, desiertas, a trechos entre tapias, silenciosas, protegidas entre la escuela de algunas ingenierías, los pinos del Pareo Traianeo y la cercanía de Via Merulana. A la que es posible que ya no vuelva, porque ahora de lo que no se habla es de que se acerca el día del regreso.

Y habría que ir a Villa Pamphili (¿a qué?) y de nuevo a Villa Borghese a verificar cómo la zona del Ponte Milvio lleva sus 2.000 años de mala reputación. En pocas ciudades como en Roma el estudioso de cabalística urbana puede comprobar la cerril inmutabilidad de ciertos lugares sagrados y de ciertos lugares nefandos. Parece que lo dé el aire. O quizá esta radicación secular de los tragasantos o del meretricio en las mismas esquinas sólo sea, con palabras de Tácito, "una prueba de la indiferencia de los dioses ante los buenos y males ejemplos". Habría, además, que revolver más librerias y escrutar sus escaparates en busca de algún autor hispánico que no sea Valle-Inclán. Y, aunque se pierda el avión, tomar la penúltima en la placita de Araceli.

En esta hora del recuento y las renuncias, previas a la partida de una ciudad de la que cuesta arrancarse, comienzan a sentirse los efectos de la segunda ley de la reiteración: ya que usted, por ligero de equipaje que viaje, ha de viajar forzosamente consigo mismo, tenga la prudencia de meter en la maleta los eores aspectos de su personalidad, con la finalidad de que a la vuelta se libre usted de la ilusoria creencia de que el viaje le ha cambiado. Obediente, compruebo, para mi declaración en la aduana, que no olvidé la rutina en Madrid, aunque, como algunas de las camisas que traje, no me la he puesto en Roma, a diferencia de la poca tristeza que embaulé y que he gastado totalmente. Para darme ánimos, recuerdo que a la salida contrabandeé moderadamente, porque también es conveniente encontrar en casa una reserva de hastío, no vaya uno a creerse que vuelve del paraíso.

Pero todavía, sentado a proa, navego por el Tíber esta noche apacible de un verano que finge morir. Gracias a un invento mu nicipal al estilo Veranos de la Villa, pero gratis, en un lanchón ocupado por apacibles familias y parejas sobonas disfrutamos de un tramo fluvial de la travesía ofertada, concretamente desde el Ponte Cavour hasta la isla bajo el Ponte Cestio, y regreso. Todavía, todavía. Desde las penumbras brillantes de las aguas, Roma se ve arriba más iluminada de lo que está y se ven los puentes des de abajo, que es la forma de ver realmente estos ingenios. Sobre los puentes y sobre Roma hay esta noche luna llena. Los restau rantes en ambas márgenes, al pie de los muros de canalización de este río feroz, están siendo preparados para la reapertura des pués del cierre estival; no cenaremos en ellos, no veré pasar desde ellos esta nave en la que el buen pueblo romano se apacigua de la fatiga del día. Quizá cuando de sembarquemos pise inadvertida mente por última vez el SPQR grabado en una tapa de alcantarilla. Todavía no hemos desem barcado.

Sueños entre nubes

Aún, por tanto, no nos hemos encontrado en Fiumicino con Luisa Castro, italianizada Y sin perder la musicalidad gallega;ni hemos entrado a un avión revuelto por pandillas de jóvenes cursíllistas que regresan ahítos de pasta y ansiosos de gazpacho. Aún falta un tiempo, casi sólo el tiempo de atravesar la EUR, para que, nada más despegar, pensando en lo que encontrré me duerma sobre un cuarteto de Belli: "Che scombussolo, eh? che matazione? / Da quarche giorn'impol, dove t'aceosti, / nun trovi piú gnisuno a li su posti; e chi prima era Erode, oggi è Nerone". Quizá no tendré sueños de grandeza, quizá tenga la fórtuna de soñar que paseo por Cádiz ¿Quién sabe adónde conducen los sueños entre nubes?

Aún no hemos desembarcado en un muelle del Tíber, aún oigo, anclado bajo el Ponte Cestio, los ruidos nocturnos del Trastevere. Por muy previsibles que sean estos retornos de verano, todavía ignoro que cuando despierte escuchando en la duermevela que estamos en Madrid como la azafata dice, yo estaré desembarcando del vaporetto en el Cais do Sodré a enterarme de una vez, Rua do Alecrim arriba, hasta donde llegaron las llamas, a encontrar incólume, como en mi esperanza, el monumento a Eça de Queiroz.

Al fin y al cabo, si se va, también por todos los caminos se vuelve de Roma.´

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