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Ni gordos ni delgados

Juan José Millás

Hace ya casi 20 años que hice el servicio militar, y siempre he tendido a considerar esa época de mi vida, más que como un paréntesis, como un agujero que la memoria, tan hábil siempre para encubrir lo que nos daña, ha ido tapando con el barniz del olvido. Sin embargo, cada vez que leo en la Prensa una noticia relacionada con la mili -el suicidio de un soldado, la muerte de varios en un estúpido accidente o las trágicas novatadas de que son objeto los más débiles- salta como una tapadera ese registro mal cerrado de mi memoria y evoco el sabor desolado de aquellos meses interminables. Tuve un teniente que nos dio, al entrar, un sabio consejo: "El que sea delgado, que engorde, y el que sea gordo, que adelgace; lo mejor, aquí, es pasar inadvertido". Tuve compañeros, a los que aún admiro, que consiguieron hacerse invisibles y que, al despedirse el último día, dotados ya de su corporeidad habitual, me parecieron rostros nuevos a pesar de haber dormido a mi lado: tal fue su grado de mimetización con el medio. Aquel teniente del que hablo era alto, guapo, joven y experto en artes marciales. Tenía un R-5 con volante de coche de carreras y poseía una jovialidad contagiosa y un sentido del humor que sabía dosificar y transmitir a la tropa en los momentos más duros de la jornada cuartelera. Muchos estuvimos a punto de padecer con él el síndrome de Estocolmo, pero cometió un error: cierto día, hablándonos de las virtudes de la mili y de lo feo que era negarse a servir a la patria, nos confesó que él acabaría con los testigos de Jehová desnudándolos en pleno invierno y poniéndoles al lado el uniforme militar, para que eligieran: "No resistirían ni una hora", dijo. Sé de muchos que resistieron esa vejación y otras peores.La reciente entrada en vigor del decreto por el que se regula el servicio social sustitutorio, así como la contestación que está recibiendo por parte de los movimientos de objeción de conciencia, han hecho saltar a los periódicos las cifras de suicidios, muertes involuntarias y otros males menores derivados del cumplimiento del servicio militar. Para quienes ya lo habíamos olvidado, estas estadísticas mortales que unos intentan engordar y otros enflaquecer constituyen un macabro baile de cifras que leemos con terror y que inmediatamente procuramos olvidar. Algunos ciudadanos -a la vista de determinadas informaciones leídas durante el mes de agosto- pueden llegar a la conclusión de que la mili no es buena porque mata. Según eso, cuantos más se suiciden, mejor. El sentimiento que esconde esa idea inconsciente es que el Estado, o su Gobierno, sólo llegará a conmoverse, y a dictar una ley de objeción de conciencia que recoja la sensibilidad de la sociedad civil, cuando el número de muertos comience a resultar excesivo o cuando las cárceles militares estén sobresaturadas de estos últimos defensores de la dignidad. La evidencia de que esta ley no satisface a nadie y el hecho de que la objeción de conciencia haya pasado de ser un objetivo realizable a convertirse en un ideal utópico constituye una renuncia grave para quienes han predicado la transformación de la sociedad. Esta abdicación es aún más mezquina si consideramos que el servicio militar obligatorio tiene sus años contados por multitud de razones; el problema es que cuando llegue eso hayamos pagado un precio demasiado alto.

Con todo, lo más curioso de esta batalla, en la que miles de jóvenes se están dejando la piel, es escuchar las justificaciones de los demócratas sobrevenidos, así como las promesas de los jefes militares, o sus representantes civiles, en el sentido de aumentar las normas de seguridad para evitar accidentes y de mejorar los diagnósticos psicomédicos de quienes se incorporen a filas para evitar suicidios. Se reducirá el número de muertes, que es lo único que parece importar. Y, si no se reducen, se atribuirán a otras causas; la cuestión es transmitir la impresión de que la mil¡ no mata.

Hace pocos días, el general Gutiérrez Mellado, a quien seguramente tanto debemos, declaraba frente a las cámaras de televisión que ningún soldadito (sic) se suicida por culpa de la mili, que quien se suicida lo hace porque es un demente. Estas declaraciones constituyen un claro ejemplo de cómo, cuando se es incapaz de modificar la realidad, se modifica el lenguaje con el que se designa esa realidad. En mi época, quienes no querían hacer la mili, o preferían matarse antes que hacerla, eran unos maricas; ahora, como somos demócratas, los llamamos dementes. Una de dos: o a los locos les encanta hacer la mili y disimulan su locura frente a los tribunales médicos castrenses por miedo a ser declarados no aptos, o esos servicios médicos no funcionan, a juzgar por el número de locos que se les cuela cada año. Como ninguna de las dos cosas es verosímil (aunque una es más verosímil que la otra), habrá que convenir en que estamos asistiendo -como en otras áreas dominadas por la abdicación- a un artificio retórico destinado a ganar tiempo para ver si hay suerte y las cosas se van arreglando sin necesidad de tomar una decisión política que disguste a los sectores más duros de la sociedad. Mientras el artificio dure, cientos de jóvenes irán a las cárceles, miles de ellos se preguntarán, perplejos, que qué han hecho para merecer eso, y algunos, los menos, matarán el terrible aburrimiento y la horrorosa soledad de la garita disparándose un tiro en la boca.

Los que se licencien sin haber recibido grandes daños harán balance de ese año dificil destinado al olvido, y quizá lleguen a la conclusión de que ni siquiera han aprendido a disparar un fusil. En mi compañía no aprendió nadie; creo que fuimos a disparar tres o cuatro veces a un campo de tiro lleno de saltamontes. Nos daban 60 balas y teníamos que devolver 60 casquillos; cada casquillo de menos significaba un día de arresto. Nos poníamos a disparar todos a la vez, uno al lado del otro, y los casquillos se perdían en la tierra a varios metros de nuestro puesto. Muchos compañeros, por miedo al arresto, se jugaban literalmente la vida revolviendo la tierra en busca de casquillos enterrados, mientras las balas de los que aún no habían terminado de disparar les silbaban por encima de la cabeza. Cuando terminábamos la jornada de tiro aparecía un mercado negro de casquillos que enriquecía a unos y arruinaba a otros. Yo llegué a pagar 100 pesetas por uno de esos chismes. El caso es que lo importante no era apuntar bien sino acabar cuanto antes para tener más posibilidades que los otros de evitar el arresto, aunque con ello arriesgaras la cabeza.

Qué vida.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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