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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOMITROPA / 1
Tribuna
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Las puertas abiertas de Budapest

A causa de una negligencia pude disfrutar de una visión inesperada, mitad mística y mitad política, que sin duda no se repetirá, que inauguró, profiguró y tal vez simbolizó la visita a un Budapest estival, con todas sus puertas abiertas al turismo. El inquilino que me había precedido olvidó dejar el despertador en posición de silencio y el maldito se puso a sonar a las 5.30 de la mañana, un momento del día poco propicio para buscar a ciegas un mecanismo desconocido que -como un niño- se impacienta y desafora cuando la mano no acude con la necesaria presteza a silenciarlo y hacerle comprender que ha cumplido con su misión. Días antes, de vuelta a Madrid, a la caída de la tarde del último domingo, en un barrio abandonado por sus ocupantes y sumido en el silencio, sonaba la alarma de un colegio vecino, cerrado por vacaciones. A eso de la medianoche acudió un coche patrulla de la Policía Municipal, de donde salieron dos agentes que, tras encaramarse a la tapia y observar con desazón el pertinaz y distante aparato, declararon, no sin cierta prosopopeya: "Se ha hecho todo lo que se ha podido". Advertida la Policía Nacional, su dictamen fue igualmente negativo, y sólo mediante una denuncia en el juzgado del distrito pudo ser reclamada la actuación del Cuerpo de Bomberos, protegidos por el mandamiento para allanar la propiedad y su gemido. Así que tras dos días y sus noches sin pegar ojo, con el pitido del diabólico aparato metido hasta los huesos, viajé a Budapest, donde a las 5.30 de la mañana del día siguiente fui despertado por la misma sirena, contratada por las potencias infernales para amargarme el desayuno.Una vez en pie y mortificado, decidí descorrer la cortina de mi habitación, la 311 del hotel Hilton, muy recomendable a efectos perspectivos. Todo el rencor contra el pitido desapareció al instante, gracias al poder de las fuerzas celestiales. Era el primer rayo de luz sobre Budapest; la habitación 311 se abre sobre el Bastión de los Pescadores (un revival románico propio de cualquier pueblo español), y a sus pies se extiende la ladera de Buda, la isla Margarita, las curvas del Danubio y sus puentes; al otro lado, Pest. La aurora extendía sus rosados dedos por encima de la mole del Parlamento, y al golpearse el primer rayo contra la estrella roja que remata la cúpula (incongruente cúpula renacentista que nunca debería permitirse en un edificio neogótico) se rompía en un haz de mil potencias celestes, con un vigor que no podría igualar el más victorioso símbolo del socialismo. A veces -probablemente, sólo a horas intempestivas-, los símbolos cobran realidad natural. Bajo un cielo de tonalidades tímidas, nada más que el neutro telón donde se representa el triunfo de la estrella roja, bosteza el lento Danubio, y de su aliento surgen las torres de Santa Ana y Santa Isabel, las cúpulas del Parlamento y San Esteban, los inevitables andamios y los pilonos del puente de las Cadenas.

Graneros

"Hungría verde limpia sus graneros", había escrito Neruda en su oda a Miguel Hernández; exactamente 40 años más tarde, Buda remozada recibe a los turistas. El barrio de la Ciudadela, destruido en su 75% en 1944 -bombardeado sucesivamente por americanos, rusos y alemanes.-, ha sido tan intensamente reconstruido que, como dice una purificación oficial, ahora es "más hermosa y hasta más antigua que antes de la II Guerra Mundial". "El señor Rezeda -el personaje de una novela de comienzos de siglo- habitaba en Buda, en el barrio de la Ciudadela, y cuando por la noche regresaba. a su casa se encontraba frecuentemente con los reyes de antaño, que emergían de los muros de piedra. Rezeda se quitaba cotésmente el sombrero cuando se encontraba con Matías, vestido con un manto de estudiante, o ante el sombrío Segismundo de Luxemburgo, con su barba negra". Muy probablemente Rezeda no mostraría el mismo respeto ante el pequeño inmueble de dos plantas del número 45 de la Uri Ucta, donde, de manera permanente (o por lo menos hasta las 10 de la noche en jornada de verano), ondea la bandera de la Sublime Puerta. Parece ser que el Gobierno húngaro ha ofrecido a Ankara los inmuebles y solares más atractivos de Pest para trasladar a cualquiera de ellos la sede de su embajada, pero el turco hasta ahora ha desdeñado toda oferta, tan sólo por mantener la enseña de la estrella y la media luna en su pequeño bastión de la ciudadela de Buda. Un "Kilroy was here" a la manera histórica y diplomática, que nadie olvide que el turco estuvo allí, que fue dueño de aquello y que de aquel que un día impuso su ley siempre queda algo. No lejos de ese baluarte del infiel, y en un nicho de la muralla (adonde fuimos conducidos por Javier Rubio, el embajador español, que se sabe de memoria toda la historia de Centroeuropa desde sus orígenes hasta nuestros días), una lápida con los escudos de Hungría y España recuerda que 300 españoles, al mando del duque de Béjar y encuadrados en los ejércitos de Carlos de Lorena, entraron por aquel portillo para liberar Buda de la dominación turca en 1686. El otro monumento con referencias españolas se halla en Pest, en la plaza frente al Ministerio de Defensa, un homenaje al contingente magiar de las Brigadas Internacionales: tres brigadistas puño en alto -a medio camino entre extragalácticos y piezas de un juego de bolos se dirigen al frente en formación. La leyenda suena algo a vasco: "A spariyolország menizeikoz magyar harcosainak emlekere. 1936-1939".Los turcos son a Hungría lo que los españoles a los Países Bajos. Los involuntarios catalizadores de su nacionalidad. Y no sólo guardan la semejanza, sino en buena medida la sincronía. Invasores lejanos y morenos, poseedores de una formidable máquina militar, animados de una fe intransigente y extraña a la piedad local, a la larga no podían dar lugar más que a la rebelión y, tras una lucha cruenta, a la independencia. La cantidad de patria está en razón directa al número e intensidad de las luchas de independencia. Así pues, si bien dice la historia que el padre de Hungría es san Esteban, que a comienzos del XI convirtió sus tribus al cristianismo y las organizó en un Estado sabiamente administrado, lo que se palpa en Budapest es que los auténticos creadores de la patria húngara fueron los turcos. Aunque de ellos sólo quede el café, el látigo de punta metálica, una cierta propensión a los zaragüelles y los chalecos recamados, el kebab y ciertas modalidades del bigote magiar. Y, por supuesto, la gran bandera de Uri Ucta.

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Sospecho que el concepto de patria está más y mejor definido en Hungría que en España; incluso que en Cataluña y el País Vasco, donde por hablar una lengua no compartida por otros pueblos se cuenta con un elemento definitorio de la nacionalidad. Pero, dejando la lengua aparte (por no hablar de la cultura, ese término tan resbaladizo), tengo para mí que el concepto de patria se condensa mejor con una serie de símbolos que con unos sentimientos que sólo cobran fuerza bajo la opresión. En un régimen libre e independiente, tales sentimientos se desvanecen un tanto y apenas se distingue del gusto por el carácter local (un primer corolario parece evidente: si no hay opresión hay que inventarla para que condense los sentimientos patrióticos). Pero los símbolos son más sólidos, transportados al bronce o a la piedra. Entre los que mejor configuran el concepto de patria me permito destacar: los caballos, los morriones, poetas épicos y músicos de la segunda mitad del XIX, algunos juramentos, alas y excomuniones, héroes del XVI, partidas de voluntarios, pechos y niños de madres abnegadas, pestes, cometas ciervos. Al Regar a este punto es preciso reconocer que en los países de la Mitropa hay, sin comparación posible, mucha mayor abundancia de tales motivos que en estas latitudes nuestras, donde un francés un tanto apresurado, con ganas de regresar a su casa a orillas de la Meuse, apenas dio lugar a que surgiera, ni siquiera en Zaragoza, una floración de parecida pujanza. En cambio, en cualquier rincón o plaza de Budapest, y por entre la espesura, surgen los Arpad, los Hunyadi, los Rákóczi Kossuth, Petöfi, Vörösmarty, que ayudan a mantener, eternizado más que vivo, el bravo concepto de la patria magiar.

La apoteosis del culto es el monumento a los héroes al extremo de la avenida Népköztársaság (República Popular), antes Andrássy y mucho antes Radial, levantado para conmemorar el milenario del reino en 1901, una operación patriótico-política que recuerda la campaña colateral que centra el argumento de El hombre sin atributos, de Musil. Nunca vio la historia tal concentración de guerreros magiares, todos a caballo y a cual más bravo y temible. Aunque a las 5.30 de la mañana están envueltos en el vaho del Danubio, en una suerte de pacífico sopor del que les sacará las reverberaciones de la estrella roja, triunfante sobre un pueblo de antiguos nómadas que cada cierto tiempo desenvainan sus anchos, cortos y curvos sables para añadir un héroe más a su numerosa cohorte.

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