Viajeros
Como descendiente de aquellos poco hospitalarios lestrigones que recibieron a los griegos a pedrada limpia desde los acantilados del puerto de Mahón, he seguido con exaltación camp la forma de pasar el verano de Carlos Barral, a su decir, caboteando con su viejo falucho, fondeando aquí y allá, etcétera.Tras el gozo literario que produjeron las divertidas andanzas de Angel González en la capital metropolitana de los lestrigones del siglo XVIII (llamados a la sazón menorquines), incapaces como el propio viajero de aprender ese continuum fónico que es el idioma inglés, el señor Barral ha logrado en rápidos plumazos -los errores terminológicos son tan variados y profusos que merecerían carta aparte- lo que muchos lestrigones posmodernos veníamos intentando con tanta brega como infortunio: que el tiempo se detuviera y rebobinara para volver a aquellos años en que Menorca, la joya mediterránea de la Corona británica de hace un par de siglos, volviera a ser tal y como rezaban los carteles de Información y Turismo (Tergiversación y Depredación para entendemos), el último reducto del Mediterráneo.
Y es que el relato veraniego de Carlos Barral describe aquella Menorca de los míticos sesenta en que todo, incluida la utopía de una naturaleza salvaguardada, era posible, pero no refleja en absoluto la realidad que abruma y solivianta a los hoy escasamente belicosos lestrigones, más proclives a la sumisón interesada que a la pedrada salvífica, mientras especuladores sin entrañas y políticos ineptos y/o corruptos han propiciado la ya irreversible balearización de Menorca, que no es otra cosa que su ignominiosa entrega a las baratijas de los tour operators (turismo de garrafón), a la degradación paisajistica (cinturón de cemento en el litoral) y a la desmembración social (mejor especular con apartamentos que trabajar).
¡Ah, si nos quedara algo del arrojo de aquellos lestrigones que osaron apedrear al propio Ulises!-
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