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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOVENECIA, UN INTERIOR / 1
Tribuna
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Los venecianos

Javier Marías

Empezaremos por lo que no se ve, quizá lo único que no se deja admirar, lo que es inverosímil que exista y al viajero, de hecho, le parece imposible que pueda haber. ¡Gente que vive en Venecia. ¡Hombres y mujeres que, sin tener que ver con el engranaje turístico, están allí permanentemente! ¡Seres humanos que se pasan el año entero en el Gran Museo, las cuatro larguísimas estaciones de esta ciudad! ¡Individuos que no se conforman en los tres o cinco o siete días que todo mortal debe reservarle en la monumental agenda de su biografía al único lugar del mundo que, si no se ha visto, puede empañar la digna imagen final de cualquier persona que, por lo de más, haya cumplido con sus obligaciones estéticas a lo largo de una vida disipada o recta.Sólo esa amenaza contra la perfección de nuestra experiencia explica que, entremezclados con los turistas más jóvenes -los odiados mochileros que en verano enturbian las aguas-, grupos masivos de turistas ancianos, a veces decrépitos, se asomen a la plaza de San Marco protegidos por una cámara con dioptrías o mirando al suelo, como si temieran que levantar la vista y mirar de frente, cumpliendo por fin con lo que está prescrito que todo ser humano de este planeta debe contemplar con sus propios ojos antes de abandonarlo, pudiera decidir su inmediata salida hacia el otro paraíso del que no se vuelve. Sólo eso explica que de vez en cuando los aviones que aterrizan en el aeropuerto más bien centroamericano de Marco Polo retrasen en media hora el descenso de les pasajeros sanos porque van cargados de "sillas de ruedas" (como una azafata con mentalidad utilitaria llama una y otra vez a quienes las ocupan) que deben depositar en tierra en primer lugar -no sin riesgo por medio de rudimentarias grúas y toboganes de plástico. Una hora después las "sillas de ruedas" tendrán que vérselas con el irresoluble problema de salvar incontables escaleras y puentes, pero no pueden sumar a su terrible desgracia la ignominia de quedarse sin ver Venecia. Hay que llegar como sea.

Ensoñación geográfica,

Los venecianos son conscientes de esto, y saberse el principal destino de la ensoñación geográfica de la humanidad ha forjado su carácter y determinado la visión de sí mismos en su relación con el mundo. No es tan sorprendente que los venecianos, todavía hoy, se consideren el centro de ese mundo que viene a ellos arrastrándose si hace falta. Aún se: puede escuchar, en boca de los más altivos, que el campo empieza después del Ponte della Libertà, único nexo (aparte de la vía férrea, de 18411846) entre la tierra firme y el conjunto de islas que constituyen la ciudad. Esa construcción de Mussolini, Vittorio Cini y el conde Volpi di Misurata, que con sus tres kilómetros y medio los ata a la península desde hace 50 años y permite que los coches se queden asediando a las mismas puertas como nuevos dragones, les parece un impertinente cordón umbilical que no hubo más remedio que tolerar. Venecia es la Ciudad por excelencia para el veneciano. El resto del mundo es campo. La versión más belicosa y dura de este concepto se expresa con una variante de corte racista: 'Tos negros empiezan más allá del Ponte della Libertà".

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Pero a estos habitantes -los únicos blancos a su propio juicio, los únicos civilizados de la humanidad, salvaje siempre en la comparación- no se los ve tan fácilmente. Invadidos, hostigados, expoliados, expulsados, privados paulatinamente de sus costumbres blancas y sus tradiciones urbanas, cada vez son menos los que se niegan a ceder más terreno. A lo largo de este siglo ha habido una gradual pero siempre creciente emigración a Mestre, que empezó siendo el barrio proletario a pocos kilómetros de la ciudad y que hoy, entre dientes, envidian los venecianos más endebles y claudicantes, los más traidores: allí hay discotecas, cines, jóvenes, grandes almacenes, supermercados, actividades, vivacidad. En tiempos de la república Venecia llegó a tener casi 300.000 habitantes. Hoy sólo quedan 70.000 resistentes, y las deserciones no han acabado.

A los venecianos no se los ve fácilmente porque salen poco, en primer lugar. Atrincherados tras sus contraventanas de color verde sandía, ven el resto del mundo -la periferia del mundo- en pijama y sólo a través de sus 20 canales de televisión. Su indiferencia y su falta de curiosidad por lo que no sea ellos mismos y sus antepasados no tienen equivalente posible con las de los pueblos más ensimismados del hemisferio norte. Los tres cines de Venecia están siempre lánguidos y semivacíos, como lo están el teatro Goldoni, los bares y las calles al caer la tarde, las salas de conferencias, e incluso -aunque son la excepción- algunas salas de conciertos. Casi nada los arranca de sus propias casas, casi nada los mueve de su ciudad. Evitan todo local que haya sido concebido con mentalidad turística o se haya impregnado de ella, y eso los lleva a evitar casi todos los locales de la ciudad. Su espacio se va reduciendo cada vez más, pero desde luego no se los verá en las terrazas con orquestina anacrónica (clarinete o violín, contrabajo, piano de cola, ¡acordeón!) de la plaza de San Marco, ni en las trattorie y restaurantes cercanos, ni paseando por la ferial y chillona Riva degli Schiavoni, frente a la laguna, ni por supuesto en góndola. En el irrenunciable café Florian sólo a horas intempestivas, cuando los visitantes duermen el profundo sueño del turista exhausto. En cambio, se los podrá encontrar en lugares que tal vez al viajero le parecen poco atractivos, pero que son el reducto de sus costumbres mínimas, las que las agencias de viajes no se molestan en revelar a sus clientes demasiado abrumados: a mediodía, las señoras y los caballeros toman el aperitivo en la anodina heladería bar Paolin; el paseo será por las sublimes Zattere; a la noche puede verse a los más noctámbulos y a ciertos melómanos en el oculto y anticuado salón Campiello, uno de los pocos locales que permanecen abiertos después de las diez. Las noches de ópera, por supuesto, puede vérselos en el dieciochesco teatro de La Fenice, el lugar de reunión de los venecianos más blancos y más urbanos, esto es, de los más orgullosos, los más cerrados, los más desdeñosos y los más pudientes. No es que La Fenice sea un teatro demasiado importante, ni que la tradición operística de Venecia pueda compararse con la de Milán. Pero es allí, en el patio de butacas, donde la gente per bene, los venecianos de siempre, sí deben estar.

Justamente por tener su función estrictamente musical aún más rebajada o atenuada de lo habitual, ese patio de butacas se convierte en el mayor despliegue de vestidos, zapatos, pieles y joyas; y el propio desconocimiento que los venecianos tienen del mundo exterior los lleva a medir mal, o, dicho más exactamente, a no tener medida en la exhibición. Los cantantes se quejan a veces de que en ese teatro sus voces se confunden con el ruido de la pedrería y sus ojos quedan cegados por los destellos del oro en la oscuridad, pues hay algunas señoras que cargan demasiado la mano, las orejas y el cuello en su afán por deslumbrarse a sí mismas, principalmente.

Señas

Es ésta, de hecho, una de las señas de identidad de los venecianos. Quiero decir, su necesidad de arreglarse, vestirse, calzarse, enjoyarse bien. El viajero curioso podrá reconocer a los escasos nativos con que se cruce en su deambular porque, así como los turistas van como siempre hechos unas fachas, si no unos guarros, los venecianos parecen camino de una fiesta elegante a cualquier hora del día y en cualquier estación, incluso cuando el calor y la humedad se alían para bañar en sudores hasta a los más lamidos. A las venecianas, en particular, se las puede reconocer por tres cosas: llevan siempre pintadísimos sus bellos rostros tallados, leñosos, cuadrados, como caras de Egon Schiele; caminan muy rápido; tienen piernas de gran hermosura, armoniosamente musculadas por haber subido y bajado tantas escaleras a lo largo de una vida entera de puentes atravesados.

Pero no es fácil verlas. Hasta van por distintas calles que los turistas. Expulsados de las más luminosas y principales por la riada continua que a veces provoca atascos humanos para desesperación de los que han de llegar a algún sitio a tiempo, los venecianos buscan atajos y se internan por donde ningún forastero se aventuraría por temor a perderse en el laberinto insondable que es la ciudad: callejas estrechísimas por las que sólo cabe una persona, huecos entre dos edificios, soportales que no parecen llevar a ninguna parte, callejones que aparentemente sólo van a desembocar al agua. Los venecianos se han visto obligados a rendir sus calles a la gente de fuera, a la gente del campo, y transitan por una ciudad recóndita, paralela a la que los itinerarios turísticos señalan con sus flechas amarillas. En realidad, no ven muy a menudo la parte más sobrecogedora de su ciudad, aquella con la que sueña el resto del mundo, sino paredes desconchadas y rotas, puentes minúsculos sobre canales enanos y sin renombre, grieta y descascarillado, el trasfondo de la ciudad, su sombra, en la que no existen tiendas, ni hoteles, ni restaurantes, ni bares, sólo los elementos esenciales, la piedra y el agua. Huyen también de los atestados vaporetti, y por ello se ven obligados a andar kilómetros cada vez que se echan a la calle. Y si acaso se permiten tan sólo coger el traghetto o góndola, que por tres monedas los pasa de un lado a otro del Canal Grande. Pero ésta es, en compensación, una de las experiencias más exaltadoras de la ciudad: el traghetto hace un brevísimo recorrido en horizontal, sorteando los vaporetti y las lanchas que avanzan en vertical. Y por fin, durante unos segundos, los palacios se miran desde, la altura a la que fue pensado que debían verse.

Así como los turistas van como siempre hechos unas fachas, si no unos guarros, los venecianos parecen camino de una fiesta elegante a cualquier hora del día

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