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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOLONDRES, UNA CIUDAD REAL / y 5
Tribuna
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Varias formas de beber y de vivir

De las tabernas inglesas se ha escrito mucho, y no voy a insistir en la enumeración de sus virtudes, Sin embargo, soy consciente de que no se puede escribir sobre Londres sin hacer, aunque sea de pasada, una referencia a sus pubs. Para cumplir con esa, ineludible exigencia, y partiendo del supuesto de que el lector lo sabe todo de ellos, me limitaré a puntualizar algunos extremos.Ante todo, quiero denunciar la introducción durante los últimos años de ciertas novedades perturbadoras, cuya adopción me parece muy peligrosa: abundancia de máquinas tragaperras, música ensordecedora, y en algunos casos, muy pocos por fortuna, televisión. Pero lo peor no es eso; una nueva y más grave amenaza se cierne ahora sobre todos los pubs del Reino Unido.

'Pubs'

Uno de los grandes atractivos del pub es que, como la vida misma, su goce es efímero, dura poco. El cliente sabe que a las tres de la tarde debe abandonar el querido local y ese convencimiento, que equivale a la conciencia de la muerte, le da una especial intensidad a los momentos allí vividos. ¡Carpe diem! ¡No dejes que la guinnes se te escape! Desgraciadamente, nada será lo mismo en el futuro. A finales de este mes de agosto de acuerdo con una ley ya aprobada, los pubs permanecerán abiertos, sin interrupción de 11 de la mañana a 11 de la noche. Tengo mucha fe en el sentido común de los ingleses, y confío en que los propietarios de las tabernas desdeñen la ley para seguir siendo fieles a la costumbre. Saben que el nuevo sistema no supondrá más ventas por que, con el horario actual, la campana que señala el momento terrible del último pedido provoca una reacción de pánico que lleva a los clientes a comprar mucha más cerveza de la que pueden beber. Las horas extra que les concede la nueva ley, además de incrementar los gastos de explotación, no van a compensar la pérdida de la desatada demanda que se produce en los últimos minutos.

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No quiero terminar estas líneas sin hacer el elogio de una estirpe de bebedores que suele detectarse en los pubs londinenses. Siempre he admirado el valor de esos obstinados clientes que, acodados en la barra, se enfrentan en solitario y simultáneamente a dos o tres tipos de bebida -generalmente cerveza, jerez, y whisky-, de los que acaban dando cuenta con loable tenacidad. Obligados a acudir sucesívamente a uno y otro vaso, su trajín con la manos recuerda a los ajedrecistas que juegan partidas contra ellos mismos, con la diferencia de que estos solitarios jugadores piezas se las beben.

Tampoco es, raro encontrar en Londres un tipo de borracho que, curiosamente, se ve más en las calles que dentro de los pubs. ¿Dónde habrán bebido estos viejos y alegres borracnos que dan traspiés educadamente, sin perder nunca la sonrisa y la afabilidad? Suelen presentarse de dos en dos, ayudándose a caer y a levantarse con una eficacia cómica de la que ellos mismos parecen conscientes. Vagabundos o cockneys, desvergonzados, cínicos, pero siempre con un gracioso sentido de la cortesía, sus narices rojas y sus harapos sirvieron de modelo a muchos payasos que ganaron dinero y fama por imitarlos en sus rutinas. Nadie les da crédito pero a ellos no les importa; yo los he visto todavía hoy, cayendo sonrientes sin esperar el aplauso del público, acompañados por los compases de la banda de música del Ejército de Salvación.

He querido volver a Hampstead, lugar del que conservé siempre un recuerdo muy grato que con el tiempo se fue convirtiendo en una memoria borrosa, yo pensaba que embellecedora calles en pendiente, algo único en Londres; casas rodeadas de viejos jardines, un bosque des de el que se domina un amplio panorama urbano cruzado por el río. Hampstead es un suburbio de Londres edificado sobre una colina. Los londinenses co menzaron a frecuentarlo en el siglo XVIII atraídos por la excelencia de sus aires y la abun dancia de manantiales ferruginosos. Aquí residieron largas temporadas famosos artistas: el poeta Keats, el pintor Constable. Entonces Hampstead era una lejana aldea, a la que había que viajar en diligencia. Ahora el metro emplea poco más de 10 minutos en llegar hasta Hampstead desde el centro de Londres. Lo malo para los artistas es que ahora, aunque haya metro, no pueden permitirse el lujo de vivir aquí, a no ser que sean muy ricos. Vivir en Hampstead es un privilegio.

Encuentro a Hampstead más bello y más alegre en la realidad que en mi recuerdo. En torno a la estación de metro hay pequeñas tiendas de arte y antigüedades, librerías, restaurantes y cafés que antes no existían. Visito la casa de Keats, convertida en museo. En el jardín, detrás de un ciruelo como éste, escribió Keats su famosa oda a un ruiseñor: "tú no naciste para la muerte, pájaro inmortal...". Eso se creía Keats. En Hampstead no queda ni un ruiseñor, todos se murieron hace tiempo, aunque reconozco que el creado por el poeta, sigue revoloteando a su modo por sus versos.

Paseo despaciosamente por empinadas y tortuosas costanillas, y me demoro en el viejo cementerio de Saint John's Church. Desde allí es posible contemplair una gran parte de Londres, un Londres que parece interminabíe, fundido con la bruma de los últimos términos. Algún rascacielos inoportuno desvirtúa la perspectiva de una ciudad que hasta ahora no había querido crecer. A mí y al príncipe de Gales nos tiene muy preocupados el tema de los rascacielos londinenses. A nosotros, partidarios de la tradición, nos gustaría que los rascacielos se construyesen en otra parte. Poco podemos hacer: la tradición pesa mucho en Inglaterra, pero la especulación es un enemigo poderoso. En el perfil arquitectónico del Londres actual, todo lo que no es tradición es plagio.

Una casa en Hampstead

Desciendo hacia la estación de metro por otras calles recoletas y apacibles, ennoblecidas por el prestigio que a veces confiere el tiempo a las cosas que ha tocado largamente. Paso ante el escaparate de una agencia inmobiliaria, y pienso que me gustaría tener una casa en Hampstead. Hay algunas oportunidades a precios que me producen risa; aquí no se puede tener un domicilio decente por menos de medio millón de libras esterlinas. Este irripulso de comprar casas por dondequiera que voy, este afán de comprar otras casas en cuanto salgo de la mía y, sobre todo, en cuanto permanezco más de dos horas en la mía, supongo que procede del sueño imposible de estar en todas partes, del deseo de ser como Dios y poder asistir a 15 fiestas a la vez y tomar copas a la misma hora en dos docenas de ciudades diferentes. Lucifer sabe muy bien los tormentos y molestias que ocasiona la insensata ambición de ser como Dios. Para expiar ese pecado de soberbia decido peregrinar a Brixton, donde espero lavar la mancha de concupiscencia que Hampstead dejó en mi corazón. Aunque en realidad me limité a cruzar el río Támesis por su envés en un viaje en metro que duró 25 minutos, al llegar a Brixton creo haber alcanzado la otra orilla del mundo.

La Electric Avenue es un interminable mercado que vi en varios lugares del Caribe. Aquí se venden mangos, aguacates, piñas, múltiples variedades de plátanos para freír, chiles cuyo olor equivale a una advertencia, y un elixir elaborado con hierbas de Jamaica capaz de acabar con casi todas las miserias propias del ser humano, desde el flato hasta la impotencia. El 90% de los compradores y vendedores son negros. El 100% de los compradores son pobres. Muchos tenderetes ofrecen baratijas y ropa a precios de saldo. Dos bragas con un corazón bordado en una esquina estratégica, cuya adquisición considero (para un regalo), valen 80 peniques. También es posible adquirir por poco dinero un sombrero para hacer la zafra o una pamela para asistir sin desdoro al Derby de Ascot. A los vecinos de Brixton les encantan las gorras y los sombreros, especialmente los rojos. ¿Habrá acampado por aquí un tercio de requetés negros? (Nadie se extrañe, ¿no hay musulmanes negros?) Todo su vestuario es pintoresco, liamativo, gritón, aunque no faltan mulatas de cierta edad que parecen vestidas por el modisto de la reina madre, tan mal se ven, las pobres. Se habla un inglés cantarín, incomprensible, que a veces suena a swahili y otras tiene inflexiones de relajo caribeño. Hay cierta carga de vitalidad en todo esto, una posibilidad de alegría, pero puede más la sordidez del ambiente. El cielo sucio, el viento casi frío, el estrépito de un tren que circula sobrc nosotros, las casas de ladrillo negruzco; todo encoge el corazón.

Sé que estas gentes están aquí porque, aunque parezca mentira, en los países de donde proceden las condiciones de vida son peores. En cualquier caso, no han podido liberarse de la miseria. Y esta miseria relativamente menor puede volverse menos tolerable, magnificarse incluso cuando se produce a sólo unos minutos de tren de las altas, limpias, ajardinadas calles de Hampstead, y de las restantes maravillas que esta ciudad ofrece. En sus países de origen, estos londinenses de nuevo cuño eran probablemente dóciles. Aquí son peligrosos. Brixton está lleno de muestras de orgullo racial, de llamadas a la revolución y a la violencia escrítas en todas las paredes. Claro que en este barrio hubo y habrá más que palabras; los incidentes raciales llevan con rici frecuencia el nombre de Bríxton a los titulares de la Prensa mundial. Todo es consecuencia de la opresión, de la pobreza y del miedo. Los negros temen a los blancos tanto o mas que los bancos temen a los negros.

Un metalúrgico jubilado, laborista de toda la vida, con quien hablé en una taberna de Portobello, barrio que no se diferencia mucho de éste, me expuso una teoría que, según él, explica las causas de la violencla: "En el Caribe", me dijo, "los policías llevan metralleta, y en Londres los bobbies sólo disponen de una porra". Los ingleses, incluso los metalúrgicos jubilados, son proclives al racismo, y eso les lleva a ver las cosas de ese modo. Pero el problema es mucho más complicado.

A medida que me alejo del mercado, las calles se van poniendo más sucías, más tristes, más sombrías.

Quiero regresar andando al otro lado del río, cruzar el puente de Westminster, pasear por St. Jame's Street. En St. Jame's Street hay dos tabaquerías que venden los habanos más exquisitos del mundo, habanos inéditos incluso en Cuba, que sólo pueden encontrarse allí. Le pregunto a un traseúnte por el camino de regreso a Londres, y su respuesta me deja por unos instantes desconcertado. "Londres es esto", me dice.

Lo malo es que seguramente tiene razón.

En Hampstead no queda ni un ruiseñor, todos se murieron hace tiempo, aunque reconozco que el creado por el poeta sigue revoloteando a su modo por sus versos.

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