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Objetivo abandonado

Un colaborador de EL PAÍS ha realizado recientemente un viaje a Birmania. Éstas son sus impresiones sobre la capital, Rangún, ahora en convulsión.Podría ser 1945, recién acabada la guerra. Un ayer distante envuelto en un aura extraña de presente perpetuo, desalojado y raído, perdido de la mano del tiempo. Rangún está como la dejaron los británicos: las mismas piedras, edificios frisados con balcones de reja y doble ventanal y portalones hondos y oscuros; los mismos baches, como cráteres de un bombardeo antiguo, y el mismo aire seco y empolvado, como las mejillas embadurnadas de sus damiselas, protección de no se sabe qué piel delicada, máscara de un sentido oculto.Un aire que retiene la fragancia del tiempo en su penúltima corrupción.

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Podría ser una ciudadela sitiada que ha dejado de lado, por trivial, toda preocupación por cuidarse, limpiarse, recogerse o edificarse, ante la inminencia de su caída. Una vida nocturna apagada, sin bares, discotecas o espectáculos anunciados en luces de neón. Algunos cines con películas bélicas, media docena de restaurantes y dos hoteles para turistas.

En su lugar, por todas partes, la foto en blanco y negro de un héroe de aquella guerra y tiempo lejanos, vagabundos aún por las calles. Rangún es la capital menos pensada, parada en seco sobre sus plantas, dimitida de sus funciones y en estado de suspensión anímica. La urbe más desurbanizada del orbe, la ciudad que quisiera no serlo.

Las obras, construcciones y restauraciones que hacen la vida febril, el metabolismo de toda ciudad que levanta y tritura sus megalitos con la regularidad de las horas de comer, han cesado.

Lo sagrado y lo de siempre

La capital birmana se reconstruye sólo en las pagodas dispersas y las chozas de caña, mimbre y barro de sus afueras. Lo sagrado y lo de siempre. Todo esfuerzo por ganarle la carrera al tiempo es rareza o presunción.

Podría ser una Beirut ruinosa que no ha recogido sus basuras, apartado sus detritos o limpiado sus fachadas polutas.

Situada en la ingle oriental de Asia -la que no segrega petróleo-, entre los dos grandes focos culturales de la India y China, Birmania ha sido siempre apenas un lugar de traspaso, y ni siquiera estratégico, hacia otros enemigos, tránsito y vertedero de los despojos de las grandes civilizaciones al Este y al Oeste.

Esta tierra ensimismada ha vivido siempre al margen, nunca objetivo de nadie. Tampoco objetivo universal e idealizado de sí misma. Birmanla hace tiempo que no está en la carrera, o quizá nunca estuvo en ella.

Los revolucionarios occidentales de los sesenta -los de "que se pare el mundo, que me quiero bajar"- y algunos pasotas y posmodernos de los ochenta quedarían desconcertados ante este país sin pretensiones, reflejo puro y nunca bien imaginado de sus sueños y especulaciones.

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