Las ramas del mal
La adicción a la droga es página abonada en los diarios, ya sea directamente, ya a través del capítulo de sucesos, la columnita de salud o la rutina necrológica. Una de las noticias de esta guisa ha destacado últimamente a una pequeña heroinómana de 12 años que denunció ante la policía a su camello por haberle proporcionado droga adulterada. Leemos cada día con nuestros ojos aparentemente neutrales noticias como ésa y, sin embargo, nuestro punto de vista no es neutral, está mediatizado por los principios religiosos, morales, pasionales y de opinión de los que nos servimos y que, en el caso de la droga, se siguen aplicando.Hablar de la droga hoy es entrar en política por el gremio de los afines o de los detractores, coincidentes en señalar que se trata del primero de nuestros problemas. Un sector juzga, en el mismo saco, consumo, venta, tráfico y secuelas; identifica droga con delincuencia y asiste a la puesta en marcha de una cruzada de próceres con mala conciencia a la caza y captura de la raíz del mal. El otro mide con más detalle los elementos a contar: sujeto, actitud, acceso, mercado clandestino, grado de implicación y consecuencias; no es lo mismo comprar droga en Serrano que en Vallecas; no es igual drogarse en el campo que en la ciudad, como tampoco es la misma droga la que consumen un joven parado y el consejero de administración de un banco; ni se aborda el problema desde un despacho policial como se trataría en la vivienda de una de las madres airadas de toxicómanos, exigiendo de la Administración la rehabilitación de los mismos con el fin de evitar males mayores. Los resultados son tan heterogéneos como los puntos de referencia señalados.
En este contexto, las voces que hacen hincapié en el número de muertes por adulteración como la más grave cuestión a resolver por el Estado, suelen quedar ensordecidas por la alharaca general (la misma ambigüedad de la Administración- al pronunciarse no deja suficientemente claro que la tantas veces citada sobredosis encubre la adulteración criminal de la droga barata, de la que dependen miles de jóvenes). Las llamadas continuas a que el Estado vigile la aplicación de la ley, persiga el gansterismo de los traficantes y dé una solución política a la cuestión, han de tomarse como lo que son, literalmente hablando, sin que ello signifique que hemos de concederle carta blanca para fisgonear en la intimidad del ciudadano, posible adicto, hasta abrir el pliegue más escondido de su conciencia. El Estado no es el psicoanalista de los ciudadanos y ya pasó la etapa en que husmeaba en el origen de sus creencias, ideología, sexualidad, etcétera. Tampoco es el padre y maestro, salvo de los menores, a los que ha de instruir, sobre todo, en el derecho del ciudadano a elegir libremente lo que quiera para su vida, incluso la posibilidad de adelantar su muerte si está convencido de ello. Lo que, desde luego, no puede hacer es levantar cercas para proteger a las personas, como si para evitar que éstas se arrojen al vacío dejara de construir torres de pisos.
Entre los drogadictos y el Estado se despliega todo un juego social verdaderamente fascinante si no resultara tan doloroso en ocasiones y si aquéllos no fueran, paso a paso, a justificar, uno a uno, los engranajes del sistema. Actualmente, la situación de marginalidad del grupo queda doblada al ser este sector -y dentro de él la franja dependiente de la heroína- el que nutre mayoritariamente las estadísticas del SIDA mientras la sociedad enmudece y se inhibe. El drogadicto hoy lleva el estigma del apestado del pasado y está tan sorprendido con su trágico protagonismo adquirido en los últimos años que parece haber desplazado mayoritariamente su agresividad y provocación de otro tiempo hacia un conformismo doliente, que no rechaza la relativa seguridad que las instituciones y la medicina pueden proporcionarle. Lo que ocurre es que su relativa aspiración a ser recuperado y sanado no siempre coincide con las posibilidades reales de poder conseguirlo.
Es otro extraño tipo de drogadicto, el que todavía se presenta como transgresor de leyes y conductas públicamente aprobadas, quien resulta molesto socialmente. La sociedad se puede permitir el gesto generoso de reconducir, por ejemplo, toxicómanos descarriados por el camino de lo que identifica como normalidad; puede incluso prestar., dentro de los proyectos humanitarios de las instituciones, una atención especialísima al tema de la droga. Ahora, no asumirá críticamente el sentido que ciertos gestos de autoafirmación, en algunos casos, proyectan (lo que para unos queda como ejercicio de libertad y de protesta, para otros significa autodestrucción). Por tanto, en ningún caso la sociedad podrá aceptar que alguien cuestione el modelo que ella misma promueve, y más si tiene que poner en el platillo los pareceres improductivos de alguien que desbarata su orden interno. Es más, necesita marginar, aun en la protección y en la cura, a aquellos que no le han sido fieles.
Suponiendo que fuera posible la legalización del uso de la droga en nuestro país, volvemos al principio, disminuirían mucho las muertes que se apuntan los traficantes homicidas; sería, por eso mismo, deseable. Pero alguien se quedaría sin el castigo que lleva implícito, hoy, el consumo -a costa de la vida- del material adulterado. Desde siempre la sociedad condena al saltador de prohibiciones y siempre presenta sus facturas. Aceptar un salto cualitativo de esta envergadura requeriría de nuestra sociedad una madurez que hoy, desgraciadamente, no posee. Por paradójico que sea, ante tantos episodios del terror cotidiano y angustias provocadas por el efecto de la droga, también se pueden encontrar ejemplos de autocontrol verdaderamente estimables y, alguna excepción, cierta altura moral, incluso superior a quien a veces ejerce profesionalmente en las aduanas del sistema en tareas de vigilancia, condena o curación.
Informar y prevenir, evitar el crimen clandestino y perseguir a las mafias serían ocupaciones nada des
deñables para un Estado que se precie, por ese orden. Pero hay todavía un punto que podría parecer excesivo si no fuera, en el presente, tan necesario y es -en tanto se legaliza el control y el consumo de la droga- articular una nueva solidaridad con los débiles y sus familias, con sus víctimas en todos los ámbitos en que éstas se mueven. Dejar las cosas como están, arrinconarlas en la soledad más incivil y no poner los medios que eviten el elevado número de muertes, consecuencia de la adulteración, es una educada y moderna forma de genocidio.
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