Suicidio en la cárcel
AL MARGEN de los condicionamientos particulares, el suicidio de Rafael Escobedo ilustra mejor que nada el proceso de degradación al que puede conducir una estancia prolongada en una cárcel española.Cuando un recluso ingresa en una prisión española, además de cumplir la condena de privación de libertad que le corresponda, que ya es suficiente castigo, tiene que pechar con penas accesorias no contempladas en la sentencia que dio con sus huesos en la cárcel: riesgo cierto de violación, más que probable contagio del SIDA o de otras enfermedades y un camino bastante seguro hacia la drogadicción, además del hacinamiento, la falta de higiene, la promiscuidad y otras humillaciones sin fin. El tema del consumo de drogas constituye un ejemplo de la hipocresía en que se mueven las autoridades penitenciarias: no se toman medidas porque ello equivaldría a reconocer oficialmente la existencia de ese mercado de la muerte dentro de los recintos más vigilados del país. Y, sin embargo, fue la confesión de un drogadicto en las últimas etapas de un proceso de autodestrucción, abocado ya a un final que a la postre se produjo, lo que media España escuchó y vio hace pocos días, cuando Escobedo fue entrevistado por la televisión y la cadena SER. El reciente convenio entre el nuevo ministro de Justicia y el de Sanidad para prevenir contagios en las cárceles es un primer paso para la rectificación de esa política de avestruz. Pero el suicidio de Rafi, del que pública y privadamente había avisado varias veces, como el de los hechos recientes en la Modelo de Barcelona, ponen además de relieve un sistema penitenciario caduco, falto de medios, inhumano e inservible para esta sociedad. Haber abolido la pena de muerte para empujar al recluso a que la busque por sí mismo es una paradoja cruel ante la que el Gobierno y las fuerzas políticas no pueden permanecer insensibles.
De la situación de caos y degradación de nuestras prisiones dio aviso cumplido un informe del anterior defensor del pueblo, recibido con clara animosidad por el Gobierno socialista. En la IV Conferencia Internacional sobre el SIDA, celebrada el mes pasado en Estocolmo, se puso de manifiesto que en las cárceles madrileñas de Yeserías y Carabanchel, el 44% de los reclusos estaba infectado por la enfermedad. Según el médico de la prisión de Basauri (Vizcaya), esa proporción sube hasta el 80% en aquel centro penitenciario. El número de suicidios registrados en las cárceles españolas es más que alarmante: unos 40 en el período 1983-1985 y más de 50 desde principios de 1986 hasta ahora. Entre tanto, la política de reinserción social anunciada por los socialistas cuando llegaron al poder va camino del fracaso, ahogada por una marea de reclusos (más de 30.000 a mediados del mes pasado) que hace prácticamente imposible los loables principios recogidos en la Constitución y en las leyes penitenciarias.
La trágica muerte de Escobedo evoca, por otra parte, los oscuros pasajes de un proceso judicial del que quedaron excluidas enormes zonas de sombra nunca investigadas, a pesar de las declaraciones del condenado y de los indicios recogidos a lo largo de estos años. Escobedo fue sentenciado casi con la única prueba de su propia confesión ante la policía; otras evidencias, unos casquillos hallados en la finca de su padre, desaparecieron del juzgado días antes de la vista. Un segundo acusado, Javier Anastasio, se evadió de la acción de la justicia después de cumplir el plazo legal de prisión preventiva. Ningún otro de los muchos personajes relacionados con la historia fueron investigados seriamente, a pesar del comportamiento sospechoso de algunos de ellos en el momento de la detención de Escobedo y de que la sentencia del Supremo donde se confirmaba la pena al acusado establecía que el crimen había sido cometido por éste y por otras personas. Escobedo no ha dejado aparentemente nada escrito. Su definitivo silencio sellará un caso en el que una sola persona pagó, y muy caro, por un crimen del que son también responsables otros.
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