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Tribuna
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Una isla

Todos los veranos, decenas de miles de turistas nórdicos, centroeuropeos o anglosajones, anestesiados por la pertinaz humedad de sus respectivos inviernos, dan en viajar hasta Chipre para consumir lo que a ellos debe parecerles el Sur en estado puro. Esa pobre gente cae por aquí dispuesta a ser pasiva víctima de la más perfecta operación de propaganda que ha conocido el mundo desde que Sara, la esposa de Abraham, le vendió a la esclava Agar la idea de irse con su hijo al desierto a poner un chiringuito.Los chipriotas, que se creen el centro del mundo y nunca sonríen, poseen una moneda propia carísima, que no sirve en absoluto en el resto del planeta; un total desconocimiento de los deberes del trabajador del gremio de la hostelería, y, lo que es casi un mérito, el número de mujeres bigotudas y hombres con tetas más elevado de todo el sur de Europa, incluida la Puglia. Por si fuera poco, los camareros llevan el pelo y la bragueta esculpidos a navaja, lo que al viajero le produce, de repente, la enfermedad que Stendhal definió como "el mal de Florencia": ante tamaña antigüedad, entra tal descoloque en relación con el pasado que a uno tienen que internarlo en el manicomio más próximo.

Cuando Chipre te atrapa entre dos vuelos y tienes que esperar unos cuantos días para conseguir billete, te enteras de lo que es aquí la vida del turista. Cosa de la que el turista, en general, no se entera. Lo peor no es que sirvan los espagueti blandos y la mozzarela al dente; ni que cuando lees tranquilamente un libro quiera ligar contigo una manada de chulos a cuyo lado los de Syntagma, de Atenas, podrían alternar con Virginia Woolf en Bloomsbury. Ni que un grupo de cucarachas enloquecidas se arroje en tus brazos huyendo de la exterminadora -con mostachos- que las mata a puñetazos y luego se seca con un kleenex.

Lo peor es pensar qué hubiera ocurrido si Ulises llega a nacer aquí. Voy a decírselo: se habría quedado en casa del Cíclope, pisando uvas, y Homero habría escrito una simple novela corta.

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