Sorpresas en Iberia
No es preciso que importemos el survival game de los anglosajones (juego de la guerra, para entendernos), por cuanto la compañía Iberia pone a disposición de sus usuarios tal gama de emociones sin suplemento alguno, o sea por la cara, que la evasión buscada al iniciar un presunto viaje de placer está plenamente garantizada. Y si no, que nos lo pregunten a los animosos aspirantes a pasajeros del vuelo IB 951, Barcelona-Nueva York, del pasado 28 de junio, que, desoyendo los cantos de sirena que nos aconsejaban viajar en líneas extranjeras, decidimos, en libre uso de nuestras facultades patrióticas, hacerlo en la mejor línea aérea del país.Si he escrito aspirantes a pasajeros ha sido porque Iberia, en plena campaña de Mundos soñados, tuvo a bien sorprendemos con un sibilino, sigiloso y finalmente fastuoso cambio de planes. Fue así como, sin previo aviso y tras hora y media de literal acampada en los pasillos de embarque del aeropuerto de Barcelona, los espectrales monitores -no los vimos ni tan siquiera oímos en ningún momento- de la fantástica aventura que se acababa de iniciar decidieron trasladarnos a Málaga, tras un singular safari por los profundos e inquietantes pasillos de Barajas, a paso más que ligero, con la incertidumbre de un acecho desconocido y mientras se percibía en el ambiente un cierto rumor de cavernosos murmullos estomacales, significativos testigos de lo que empezaba a ser un largo ayuno. Pero el clímax aún no había llegado a su máxima expresión: un tanto desabridos por la hipoglucemia galopante y azuzados por la inopinada presencia en un aeropuerto -el de Málaga- absolutamente fuera del programa, empezamos a exigir el comienzo de la caza cuando menos para intentar llevarnos algo a la boca, mientras un diputado catalán pergeñaba una carta de reconocimiento al monitor jefe de la compañía y mi hijo pequeño me arrancaba una porción de bíceps de una certera dentellada.
Preocupados por la creciente algarabía, los mandados -así se autodenominó el personal auxiliar de vuelo- improvisaban una cena a las 18.30 (el primer alimento sólido que ingeríamos en todo el día, tal fue el ascetismo impuesto por la organización, que, a todo ello, seguía sin darnos la más míníma explicación). Por fin, y tras 12 horas de inolvidables experiencias por varios aeropuertos españoles, volábamos plácidamente sobre la vertical de Lisboa con la glucemia normalizada, el espíritu henchido de vivificante aventura y la duda profundamente incrustada en nuestro entrecejo, como lo confirmaba mi estupefacto primogénito:
-Papá, ¿ahora adónde vamos?-
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