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Tribuna
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Una democracia en movimiento

En su rica variedad, la vida política de México parece transcurrir hoy entre dos utopías clásicas: por un lado, la esperanza de construir una democracia de títulos irreprochables tanto dentro del país como fuera de sus fronteras; por el otro, la aspiración de perfeccionar un sistema político, económico y social capaz de preservar, todo el tiempo y con validez para toda la sociedad, la legitimidad de los Gobiernos surgidos de la revolución de 1910.Las elecciones del pasado 6 de julio han demostrado que ambas utopías están, como pocas veces en la historia reciente del país, en el centro de la conciencia, las preocupaciones y los intereses de los más diversos sectores de la sociedad mexicana.

No es azaroso, por ejemplo, que la Prensa, la radio y la televisión de varios países europeos -en particular, de España- hayan seguido con tanta atención el proceso electoral mexicano y que de tal atención se hayan derivado más preguntas que respuestas. Esto es comprensible: a menudo se olvida la complicada genealogía histórica de un sistema de relaciones de poder basado en delicados equilibrios. Asimismo, con frecuencia se incurre en el error de considerar que el origen revolucionario de dicho sistema político es sólo parte de. un anecdotario de personas y circunstancias o un simple recurso retórico del Gobierno.

México es una nación de múltiples facetas, rico en costumbres y tradiciones. Se trata de un país amante de su libertad y celoso guardián de su soberanía, donde pueblos y sociedades han debido madurar en una lucha persistente contra el centralismo y contra viejas estructuras que niegan esa esencia plural y su lógico correlato: el pacto, la suma ciudadana.

Aspiraciones de cambio

El proceso electoral que se vive en México ha hecho evidentes algunos de los aspectos más inquietantes de una democracia no siempre bien entendida y, por tanto, poco aceptada, no obstante los obvios beneficios que ha aportado al país. Quisiera centrarme en dos de ellos, que a mi juicio constituyen la columna vertebral del debate político:

1. Las elecciones como catalizador de las aspiraciones nacionales de cambio.

2. El pluralismo partidista como impulso para la modernización del sistema político mexicano.

Como se ve, ambos temas se derivan de la coyuntura electoral y están poderosamente influidos por ella. Las cifras y los datos desempeñan un papel determinante: el Partido Revolucionario Institucional (PRI) enfrenta la paradoja de ganar credibilidad y fortaleza en la medida en que, por efecto de la elección, se reduzca el margen de sus triunfos. La pregunta obvia es: ¿qué ha pasado en México que hace indispensable a este partido perder para ganar? Entre las abundantes respuestas posibles adelanto dos que me parecen ilustrativas del cambio que ha experimentado la sociedad mexicana en los últimos años:

· Un incremento notable de la politización como consecuencia de la crisis económica que aqueja al país. Las clases medias y los sectores populares han resultado particularmente afectados por la inflación, el desempleo, la caída de los salarios y el proceso recesivo, que ha deteriorado sus niveles de vida.

· Una marcada modernización social de México. Hoy día, la población es mayoritariamente urbana, alfabetizada en un elevado porcentaje, trabaja de preferencia en los sectores secundario y terciario de la economía y tiene acceso a los medios de comunicación masiva. Como consecuencia de ello empieza a aparecer una sociedad civil activa, crítica y capaz de organizarse para promover sus causas, cada vez menos proclive a dar un apoyo incondicional y sí, en cambio, a exigir razones y explicaciones. Del mito de los grupos pasivos se empieza a transitar, con seguridad, hacia la realidad de una democracia más participativa.

Estamos ante una clara conciencia del cambio y, por ende, ante un problema clásico de legitimidad. Luis Cabrera, uno de los más lúcidos ideólogos de la revolución de 1910, afirmaba en un célebre artículo que las revoluciones tienen dos etapas fundamentales: una de violencia y destrucción, que representa "un estado anormal en la vida de los pueblos", y otra de construcción del nuevo orden. Ninguna de las dos puede entenderse por separado ni, por lo mismo, acreditarse a una los vicios o virtudes de la otra. Esto, que aparentemente es tan simple, ha motivado muchas críticas injustas contra el proceso político mexicano, al contrastar ambas etapas o confundirlas de modo deliberado.

La revolución postulaba en su etapa destructiva el derrumbe del orden imperante porque precisamente impedía con las armas de la ley o del autoritarismo la satisfacción de las demandas esenciales de una nación; entre ellas, la expresión democrática del sufragio y la necesidad del relevo político y del cambio en el poder.

En la segunda etapa, la revolución se lanzó a edificar un orden que incorporara tales demandas en un proyecto nacional que, por serlo, debía recoger y depurar los intereses de los amplios sectores revolucionarios. Aquí, por tanto, el factor de legitimación comienza a ser continuo y cotidiano, fuente de derechos y al propio tiempo ámbito para expresar y dirimir las disensiones.

Si algo demuestran las elecciones del 6 de julio en México es que la brecha entre las dos etapas de la revolución puede abrir se en forma nítida y permanente Queda claro que el gran reto de México no consiste en crear la infraestructura para conducir o dar cabida al cambio, sino en la concertación para que su enorme y sólido acervo institucional sea más eficiente. Para el PRI y para la oposición, el diálogo político es un imperativo al que no pueden ni deben renunciar. Nada legitimará más al sistema político mexicano que mantener un canal confiable y seguro de comunicación entre los distintos grupos que integran la vida cívica nacional. Es así que un proceso electoral tan intenso como el que viven los mexicanos fortalece al sistema en su conjunto, pero ello exige, en forma simultánea, un espacio de credibilidad. aún mayor: consolidar la legitimidad del Estado que consulta y concierta intereses frente a excesos y desequilibrios en el ejercicio del poder.

En el mismo sentido, hay que destacar dos elementos más: uno se refiere a los cambios formulados por el presidente Miguel de la Madrid, que en gran medida han propiciado los espacios políticos en que hoy se desenvuelve el proceso electoral y sin los cuales éste se vería fuertemente obstruido; adicionalmente, el otro tiene que ver con un adverso medio internacional, caracterizado por los signos ominosos del endeudamiento externo, el proteccionismo, la caída de los precios de las materias primas y el ensanchamiento de la brecha tecnológica. Es un contrasentido que, por la vía de la transferencia de capitales al exterior, la gran mayoría de las naciones pobres siga financiando los costes de recuperación de las grandes economías.

Errores antidemocráticos

Desde luego, el proceso electoral mexicano suscita muchas inquietudes. Menciono apenas unas cuantas entre las muchas que dominan los principales escenarios del país.

En primer lugar, cabe preguntarse las razones por las que el proceso ha sido tan poco comprendido si se trata, en realidad, de una disputa para avanzar hacia la corrección de viejos errores antidemocráticos. ¿Por qué ese interés de ver violencia y subrayar el tema del fraude? ¿Por qué despreocuparse de los aspectos de fondo? ¿Por qué esa falta de voluntad para entender las tradiciones propias de cada país?

Casi al finalizar el siglo XX, es inaceptable que se persista en ese paternalismo interesado de quienes a la primera oportunidad se dedican a emitir certificados democráticos contra el que es, sin duda, el más alto derecho de los pueblos: el de ejercer su soberanía y autodeterminarse. Las elecciones han demostrado que en México se está robusteciendo ese ejercicio de la soberanía, lo cual hace aún más grotesco el paternalismo que se le quiere aplicar a un país que desde 1929 transita de un Gobierno a otro con estabilidad.

En segundo lugar, resulta indispensable admitir la legitimidad de una democracia afincada en un pluralismo partidista como el que empieza a surgir en México. Este pluralismo contiene en sí mismo un proceso de descentralización que es un requisito impostergable para hacer frente a la herencia del centralismo antidemocrático. ¿Se puede dudar de una democracia en la que, como resultado de los comicios, en una misma entidad federativa puede haber, y habrá, gobernador de un partido y senadores y diputados de otro u otros? ¿O de una Cámara de Diputados integrada por 260 legisladores del partido mayoritario, frente a 240 de la oposición? Si algo significa el pacto federal es la posibilidad de que, como ahora, la acción política consolide la modernización democrática y en gran medida fortalezca el equilibrio efectivo de poderes.

Una tercera observación: las elecciones han puesto de manifiesto que la reforma democrática no sólo es nacional ni se reduce al pluralismo partidista. También aborda, y no podría ser de otra manera, la renovación interna de los partidos. En el caso del PRI involucra tanto la selección de candidatos como la distribución de las responsabilidades políticas. Las cifras muestran que la renovación del quehacer político en el partido es una exigencia improrrogable y obligan a una participación distinta de sus sectores integrantes: hacer política a favor de una mejor relación entre la cúpula y las bases en un intenso proselitismo que lo lleve a atraer nuevamente a sus electores.

Por otra parte, el fortalecimiento de la oposición lleva a un dato de gran espectacularidad. Se trata de organizaciones nacionales con una base y un impacto regional muy definidos. Como decían los clásicos, en política no existen vacíos y, por tanto, las pérdidas netas del PRI pueden encontrarse en los activos de los partidos opositores.

El triunfo, de Carlos Salinas de Gortari por tan escaso margen histórico presiona aún más los tiempos previstos para su gestión modernizadora. A nadie se le oculta que la piedra de toque, como ya lo revela el termómetro de estas elecciones, será el dificil equilibrio entre la política económica y social.

Ante el imperativo del combate decidido a la inflación, de retomar pautas de crecimiento de la actividad económica sobre fundamentos permanentes y de garantizar una más justa distribución de los frutos del desarrollo tendrá que impulsarse el fortalecimiento real y de largo plazo del PRI como base de un genuino proyecto nacional: ganar las elecciones por obra de un trabajo profundo y de gran aliento, y no como meta electoral inmediata.

Infortunadamente, el espacio no me permite profundizar en estas inquietudes, que se suman a las que en este momento mueven a la sociedad mexicana. España nos sigue con atención, como tantas veces nosotros hemos observado la marcha de esta nación tan cercana. A esta proximidad debe corresponder un esfuerzo sistemático para mantener oportuna y verazmente informada a la sociedad española acerca del acontecer mexicano. Desde luego, no buscamos un apoyo acrítico; aspiramos más bien a un respaldo fundado en el conocimiento serio, objetivo y sin prejuicios de la realidad política de México. Deseamos que nuestra relación se exprese justamente en esa dimensión entrañable que proporciona el auténtico respeto a los derechos esenciales que asisten a cada pueblo. Estoy convencido de que con España compartimos estos deseos.

es embajador de México en España.

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