Los últimos serán los primeros
Aunque parezca lo contrario, la eficacia de la política de fomento del empleo juvenil no tiene demasiados secretos. Depende de que se cumplan dos condiciones. Una, que el país crezca económicamente. Y para crecer hay que cumplir unas reglas: dominar la inflación, que esté equilibrada la balanza de pagos, facilitar la competitividad, que los costes salariales no se disparen, controlar el déficit público; en definitiva, que la economía esté saneada. Nadie puede negar que la política económica de estos años ha permitido sentar las bases para que este crecimiento se sitúe en la actualidad muy por encima de la media de los países de nuestro entorno.Pero el crecimiento económico es una condición necesaria pero insuficiente para absorber los incrementos de la población activa y para abrir el mercado de trabajo a los jóvenes. Es imprescindible que vaya acompañado de una segunda condición: el consenso social de que la inserción social de los jóvenes es hoy un objetivo prioritario y decisivo para la sociedad española.
Y este consenso, que probablemente existe a nivel de preocupación, no se ha traducido en un compromiso real y concreto. Y no nos engañemos. Ningún problema, aunque parezca que otros son más ruidosos y más dramáticos, puede equipararse en importancia ni en sus consecuencias al hecho de que un millón largo de jóvenes que quieren trabajar se encuentran sin empleo. El futuro nos lo jugamos aquí, por una razón bien simple: el desarrollo y la modernización de nuestro país dependen en gran medida de la capacidad profesional de estas nuevas generaciones, y la consolidación de nuestro sistema democrático, de la identificación de la inmensa mayoría en sus valores y, por tanto, en su capacidad para integrarlos socialmente.
El problema para estos cientos de miles de jóvenes es que no pueden expresar sus reivindicaciones de forma organizada y corporativa y, por tanto, no pueden presionar ni bloquear la producción o los servicios a la comunidad. Son los últimos de la fila, los más alejados de los centros de poder y de decisión. Sólo les queda la reacción individual contra o al margen del sistema y de la sociedad. Y estas actitudes, hoy todavía muy minoritarias, se empezarán a sentir con toda su intensidad dentro de unos años, cuando la fractura social sea quizá un hecho irreversible.
Es, por consiguiente, imprescindible que las fuerzas políticas, sindicales, empresariales, la sociedad en su conjunto, sean capaces de discernir entre lo que hace más ruido y puede ser más populista a corto plazo y lo que realmente es más decisivo para el futuro inmediato de nuestro país. Pasar, en definitiva, del regate en corto al pase en profundidad. Y hacerlo no sólo con discursos o lamentaciones, sino bajando a la arena de lo concreto, de la eficacia, de los resultados evaluables.
Y éste es el terreno en el que se ha situado el Gobierno en estos tres últimos años, entendiendo que había que hacer un gran esfuerzo en la formación profesional/ocupacional; en la potenciación de los municipios como el territorio clave para la elaboración y ejecución de los planes de empleo; en el fomento de la iniciativa y la capacidad emprendedora de los jóvenes. Sin demagogias ni triunfalismos inútiles, lo cierto es que las cifras -que desde luego no lo dicen todo- son elocuentes: unos 250.000 jóvenes accederán a los cursos del plan FIP en 1988; 45.000 alumnos de formación profesional de segundo grado realizarán sus prácticas en alternativa en más de 6.000 empresas; más de 500.000 jóvenes encontrarán empleo a través de los contratos incentivados; alrededor de 30.000 participarán en los programas de las escuelas taller y casas de oficios. También podríamos hablar de la incorporación de jóvenes agricultores a las empresas agrarias, del fomento del cooperativismo, etcétera. Todas estas medidas eran prácticamente inexistentes hace tres años. En 1988, más de un millón de jóvenes menores de 25 años se van a beneficiar de estas medidas de fomento del empleo juvenil.
Primer empleo
Pero sigue habiendo un importante colectivo que se nos queda descolgado, que sigue quedándose fuera del mercado de trabajo. Son los jóvenes que ya llevan tiempo inscritos en las oficinas de colocación y que esperan todavía su primer empleo; son los que han salido rebotados del sistema educativo y han terminado de mala manera la EGB, han abandonado prematuramente las enseñanzas medias o se han quedado en la vía muerta de un BUP o de una FP que poco tenía que ver con las necesidades productivas; son los que viven en un entorno hostil y que no tienen otros recursos que ellos mismos. A veces trabajan en lo más hondo de la economía sumergida. Son más de medio millón los que se encuentran en esta situación. Y necesitan urgentemente encontrar su primer empleo. Éstos sí que están viviendo ahora un auténtico apartheid.
Es imprescindible, pues, completar las medidas que hasta ahora se han puesto en marcha con un programa específico dirigido a este colectivo de jóvenes que les permita trabajar por primera vez, que entren en contacto con el mundo del trabajo y que les sirva para adquirir una práctica que no la pueden adquirir ni en los libros ni en la calle.
A estos jóvenes no los contrata nadie, y ésta es una realidad que a veces olvidamos. Por tanto, habrá que proponer unas medidas que permitan que estos jóvenes puedan hacer esta práctica laboral en una empresa, sin que ello suponga una carga que al final haga impracticable la eficacia del propio programa. Y en una economía de mercado como es la nuestra no es con discursos moralistas ni con decretos de obligado cumplimiento como vamos a conseguir que se contrate a este colectivo de jóvenes. Habrá que ofrecer facilidades para este tipo de contratos: que sean para un período determinado y que estén incentivados.
Éste es el objetivo que pretende el programa de inserción profesional que ha planteado el PSOE: que los jóvenes que tienen más dificultades para encontrar su primer empleo tengan una oportunidad de realizar su práctica laboral que le ayude a recorrer esta penosa transición de la escuela a la vida activa.
Y para que este programa sea eficaz se requiere que se cumpla una serie de requisitos. En primer lugar, que estas medidas se interrelacionen con el resto de programas de fomento de empleo juvenil que ya están en marcha, y que, por consiguiente, estos contratos no sustituyan ni a otros trabajadores ni a otro tipo de contratos que ya se vienen realizando. Tal como se prevé en el documento base de estos contratos para la inserción profesional, se trata de aumentar las plantillas y no sustituirlas. En segundo lugar, debe quedar muy bien definida esta nueva categoría laboral y las tareas que se le asignan. No se trata de hacer lo mismo que otros empleados pero a más bajo coste, sino de ligarlo al aprendizaje y la formación.
Es fundamental el seguimiento de este programa por parte de las centrales sindicales y de las instituciones que han iniciado planes de empleo juvenil. Primero para que se cumplan las condiciones de las centrales, pero sobre todo para hacer un seguimiento individual de cada joven que permita combinar este contrato con otras acciones que al final posibiliten una inserción estable en el mercado de trabajo.
Lo que se trata, pues, de negociar con las organizaciones empresariales y sindicatos es el objetivo que pretende este programa: cómo conseguir que este colectivo de jóvenes encuentre su primer empleo y las garantías que permitan que no se desvirtúe lo que se pretende con este programa. Sería lamentable que otras estrategias hicieran fracasar esta oportunidad. Y no olvidemos que ya vamos contra reloj, que cada día que pasa es una losa para estos cientos de miles de jóvenes.
El Gobierno socialista debe procurar que, siguiendo la cita bíblica, los últimos sean los primeros. Esto es, que los más desfavorecidos, los que tienen menos recursos, los que están más alejados del poder, sean los primeros en los recursos públicos y en la atención de la política social. Es preciso ejercer una solidaridad efectiva con estos colectivos, y uno de los más necesitados es el de los jóvenes.
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