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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOBERLIN, EL HUEVO DE LA SERPIENTE / 3
Tribuna
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Los saltadores del muro

Julio Llamazares

Cuando, en la madrugada del 13 de agosto de 1961, los berlineses se fueron a la cama después de un largo día de trabajo, no podían en modo alguno imaginar lo que habrían de descubrir al levantarse al día siguiente. Aquella noche, mientras ellos dormían, obreros y soldados de la República Democrática Alemana, apoyados por carros de combate soviéticos y alumbrados por grandes reflectores, comenzaban a levantar el muro que, a partir de ese instante, iba a dividir la ciudad en dos mitades. Las autoridades orientales -y, tras ellas, las soviéticas- tenían poderosas razones para hacerlo: de los tres millones de personas que hasta entonces habían huido de Alemania Democrática (la sexta parte de su población total), prácticamente la mitad lo habían hecho por Berlín. No era extraño, por tanto, que Kruschev, des de Moscú, diera la orden: había que cortar como fuera la hemorragia.27 años más tarde, el muro es ya un elemento más, onmipresente e inseparable, del paisaje de Berlín. Con sus 160 kilómetros de largo, recorre por completo la frontera que separa los sectores oriental y occidental de la ciudad convirtiendo a este último en un extraño islote germano-federal en pleno corazón de la República Democrática Alemana. Con el tiempo, además, las autoridades orientales han ido mejorándolo hasta casi su perfección total. Tras dinamitar uno tras otro todos los edificios colindantes -incluida, hace sólo tres años, la vieja iglesia evangélica de la Reconciliación, que había quedado aislada en medio de la franja de la muerte-, han crea do por su lado una zona de segu. ridad en torno al muro de 50 me tros de ancho y la han sembrado de alambradas, minas, zanjas reflectores, torres de vigilancia y armas automáticas que se disparan solas contra el que se atreva a entrar en esa franja. A veces, en la noche, los berlineses escuchan un disparo. Un perro seguramente cruzó las alambradas.

Checkpoint Charlie

Pero no siempre es un perro. A lo largo del muro, en su pared occídental, un rosario de cruces señala los lugares y las fechas en que cayeron abatidas decenas de personas tratando de saltarlo.

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Desde el levantamiento de las primeras alambradas, cuando la gente se arrojaba de los puentes y las ventanas de las casas más cercanas, muchos son los berlineses orientales que han hallado la muerte en su intento de escapar al sector occidental de la ciudad. Como Klaus Brüske, muerto el primer año del muro, cuando en unión de otros varios fugitivos se lanzó con su camión contra las planchas de cemento tratando de romperlas y cruzarlas (sólo durante el primer año, el muro fue roto 15 veces por vehículos pesados). Como Marienetta Jirkowski, acribillada a tiros por los vopos (soldados ale manes orientales) junto al Reich stag, el 22 de noviembre de 1979 cuando acababa de cumplir 18 años (los mismos exactamente que el muro había cumplido aquel verano). Como Lutz Schrnidt, el último en caer por el momento -el 9 de febrero de 1987- y cuya cruz descansa ahora al lado del río Spree, rodeada por otras varias cruces de unbekanuts (desconocidos).

No todos los intentos de escapada han acabado siempre, sin embargo, de manera trágica. En realidad, son muchos más los es capados que los muertos y, en Checkpoint Charlie, al lado mis mo de uno de los dos únicos pasos fronterizos por los que es posible atravesar a pie de un lado a otro de Berlín (el otro es el del puente de Glienicker, pero está reservado para espías y se abre solamente muy de tarde en tarde), un museo instalado en el viejo café que ya sirviera de cuartel general a los corresponsales de prensa durante los incidentes fronterizos entre los carros de combate americanos y soviéticos que siguieron a la construcción del muro, acoge ahora una curiosa exposición de documentos gráficos y de diversos materiales que demuestran la inmensa fantasía derrochada por quienes consiguieron escapar del otro lado. Túneles, ríos, cloacas, galerías subterráneas olvidadas, globos aerodinámicos, maletas, automóviles trucados, nada seguramente ha sido desechado por quienes un día decidieron intentar el salto.

En el espacio destinado a la calefacción en una diminuta ¡sseta -tan diminuta que nunca nadie podría imaginar que en su interior pudiese caber un fugitivo-, disimuladamente transformado, escaparon, por ejemplo, durante 1964, nueve personas por el propio Checkpoint Charlie, hasta que, en el décimo intento, la mujer que iba escondida, una señora de 59 años, hizo un ligero movimiento en el momento justo en el que los policías estaban comprobando los papeles del conductor del motocarro el ingenioso método de fuga se vino abajo. Con el motor auxiliar de una vieja bicicleta y mucho ingenio, un joven estudiante construyó en su casa un mini-submarino con el que, tras cinco horas de navegación por el mar Báltíco, consiguió llegar a Dinamarca (una empresa de Alemania Federal le empleó inmediatamente con el fin de mejorar y fabricar en serie tan fabuloso invento, al tiempo que las autoridades de Alemania Democrática, sabedoras de su hazaña por la prensa, decidieron aumentar la vigilancia de sus costas y dragar con alambradas el fondo del río Spree a su paso por Berlín). Un padre de familia, mientras tanto, logró cruzar el muro con su mujer y su hijo de seis años gracias a un artefacto no menos ingenioso que el mini-submarino del estudiante: una polea de madera sujeta a la cintura con fuertes correajes y un largo cable atado al extremo de un martillo por el que descendieron como en un funicular, uno detrás de otro, empezando por el niño, después de haber esperado escondidos en los wateres de la Casa de los Ministerios -edificio lindante con el muro y que el hombre conocía bien por su trabajo- la llegada de la noche.

The Wall Street

También esperaron la llegada de la noche Günther Wetzel y Doris Strelzyk, quienes, con un globo aerodinámico hecho por ellos mismos y propulsado a base de bombonas de butano, consiguieron pasar a Alemania occidental con sus familias respectivas en el verano de 1979; o Hans Mayer, herido por los disparos de los vopos cuando cruzaba a nado el río Spree; o Ivo Zdarsky, autor del primer avión casero e individual. La lista de los huídos y de las formas de escapada se hace interminable: túneles, cuerdas, depósitos de gasolina, contenedores falsos... El viajero se detiene finalmente ante la fotografia que un empleado del museo acaba de colgar al lado de la puerta. Corresponde a Líane Sündermann, berlinesa del Este, y a Johanes Georg Eliret, berlinés del Oeste, quien, en heróica acción de amor (de las que ya solamente son posibles en Berlín), pasó a su novia a Occidente, una tarde de sábado, escondiéndola bajo el asiento trasero de su coche. La fecha: el 28 de mayo de 1988.

Fuera ya de Checkpoint Charlie, el viajero se aleja carninando junto al muro. La mañana es hermosa y soleada y, por los descampados próximos, numerosos berlineses hacen deporte, pasean a sus perros o toman simplemente el sol tumbados en la hierba, indiferentes, por la resignación o la costumbre, a la presencia de este muro con el que muchos de ellos ya nacieron.

Por su parte oriental, que es la de verdad vigila y guarda -pese a que las autoridades de la República Democrática Alemana se refieran a él siempre como Muralla Protectora Antifaseista-, el muro está completamente limpio e inmaculado. Obviamente, ningún berlinés del Este se acercaría a él, afrontando las minas, las alambradas eléctricas y las armas automáticas, a no ser para saltarlo. Pero, por su cara oeste, el muro de Berlín se ha convertido, después de 27 años de pintadas, en el mayor mural del mundo. Nombres, fechas, rostros, anagramas, jeroglíficos, todo lo que el viajero pueda imaginar está aquí ya seguramente dibujado. Millones de anónimos pintores se han encargado de ello a lo largo de 27 largos años y hasta pintores cuya obra se cotiza en el mercado a un mínimo de 1.000 dólares el centímetro cuadrado, como Christophe Bouchet o Richard Hambleton, no han podido resistir la tentación de hacer lo propio, pese a que ya sabían de antemano que nunca cobrarían esos cuadros.

En la Postdamer Platz, donde antaño estuviera el cuartel general de la Gestapo y el bunker en que Hitler permaneció escondido los últimos días de la guerra y de su vida, el viajero descubre, al pie mismo del muro, un campamento ácrata. Los acampados vigilados de cerca por policías de Berlín occidental y, desde lo alto del muro, por soldados orientales (apoyados en el borde superior, los vopos tienen algo de vecinos que se asomaran por el patio para pedir tabaco, si no fuera por sus inconfundibles uniformes y sus armas), muestran penachos de colores y negros correajes, han sembrado la zona de banderas piratas y protestan, según parece, por la intención de las autoridades de Berlín occidental de construir una vía férrea por el lugar donde se encuentran acampados.

Cerca de allí, en el angosto y oscuro callejón formado por el muro a su paso apenas medio metro de distancia de la fachada delantera de una casa, alguien, quizá el dueño, ha intentado animar con un letrero a los viandantes y a los ácratas: "The Wall Street". Dicho en castellano, la Calle del Muro.

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