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Tribuna
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El tiempo

Nublado, lloviznas, chubascos, nubes bajas, borrasca, granizo, descensos térmicos, nieblas persistentes, mala visibilidad en la mar.Los meteorólogos han sucumbido a la invasión de cielos plomizos y reumatismos interminables. Día tras día, al despertar, se reproduce en casi la totalidad del territorio un aliento de vaca agonizando junto a un desfile de nubes descoloridas.

Semana tras semana, el verano queda aplazado en la obsesiva barrera de humedad y desperdicios. El verano está vivo al otro lado, no cabe duda, pero se derrocha en esa zona inaccesible. Cada vez que pugna por hacerse presente queda disuadido por la tenacidad de la nubosidad abundante.

Lo peor, además, de esta situación maldita es la dificultad para encontrarle una razón práctica. Sin ella, los improperios tropiezan con nuevos chubascos, con bochornos turbadores y un aire que se convierte más tarde o más temprano en agua excedentaria. No se pueden hacer planes para la noche, se desbarata la salida de vacaciones, es imposible hablar del porvenir.

En la meteorología, los únicos culpables son siempre los meteorólogos. Pero tampoco ahora que aciertan demasiado con la adversidad es fácil ensañarse con ellos. Se han convertido en nuestros cómplices.

La murga de las presiones bajas es un hecho a cada amanecer, y el diagnóstico actual de mayor auge es que la atmósfera ha contraído una profunda enfermedad de la que acaso no se repondrá nunca.

En coherencia, cientos de miles de ciudadanos desesperanzados han pasados convertirse en pacientes crónicos de algún mal particular. Víctimas de achaques relacionados con la bruma y la humedad. Jaquecas, dolores articulares, depresiones, desmayos de la voluntad. Cualquier dolencia sin clara definición recibe con justicia el pernicioso sello del tiempo. La población se venga de su impotencia con su desfallecimiento. Responde, en fin, a la fatalidad insufrible con la muestra de un sufrimiento a su altura.

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