El colapso de la Universidad
LA CUESTIÓN de la selectividad universitaria reverdece cada año con los primeros calores del verano. La idea de que en la Universidad cabe todo el mundo es, desde luego, irreal, pero el actual sistema de selectividad, que llega hasta el absurdo de obligar a los aspirantes a estudiar carreras por las que no se sienten atraídos o para las que simplemente no están dotados, no garantiza que a la Universidad estén llegando todos los que deben y sólo los que deben.A medida que aumentan las cuotas de escolarización se observa el crecimiento de fórmulas complementarias de las lagunas del sistema educativo público. Por ejemplo, el aprendizaje de idiomas por vías diferentes a las académicas. O la proliferación de cursos de posgrado, cada vez más importantes en la valoración de los currículos por los empleadores. O, sobre todo, la búsqueda de títulos de universidades extranjeras prestigiosas. El sistema actual se encuentra en ese punto en el que, sin garantizar la igualdad efectiva de oportunidades, tampoco permite seleccionar -a semejanza, por ejemplo, con las escuelas superiores francesas- a los individuos más capaces.
La Universidad española no dispone del profesorado, y ni siquiera del espacio físico necesario, para acoger a una demanda de alumnado cuyo crecimiento no se detendrá previsiblemente hasta dentro de ocho o diez años. A la vez, es incapaz de proporcionar una eficaz formación profesional a todos los que llegan a las aulas. Un tercer aspecto a considerar es la compaginación entre la legítima aspiración a acceder a la enseñanza superior por parte de un número creciente de jóvenes y las posibilidades reales de absorción de titulados por el mercado de trabajo. El alejamiento de la Universidad respecto de las necesidades del mercado es tal que, mientras existen aterradoras cifras de médicos en paro, se da una incesante reducción de plazas, en los últimos años, en las escuelas de Ingeniería de Comunicaciones, cuando los estudios prospectivos apuntan un déficit de más de 15.000 titulados de esa especialidad en los próximos cuatro años.
Esa incongruencia no puede separarse de la miseria económica que padece la Universidad pública. Aparte de la insuficiencia de edificios, laboratorios y equipamientos, los mejores titulados se los rifa la industria privada, con la que la Universidad es incapaz de competir en salarios. Situación agravada por la hipoteca que representa haber optado, a través de la ley de Reforma Universitaria (LRU), por la funcionarización extrema del profesorado universitario, lo que determina escasas posibilidades de promoción y movilidad. Es lógico que los rectores se vean obligados a ese regateo acerca del número de alumnos que pueden aceptar aquí o allá. Pero ya empieza a resultar patético que cada mes de junio, ante las asombradas narices de los 150.000 estudiantes que acaban de superar el COU, se instale esa especie de mercadillo de ocasión en que parece haber devenido el Consejo de Universidades.
Hay que preguntarse si el monopolio del Estado sobre la enseñanza universitaria será capaz por sí solo de resolver el problema y si no es hora de compartir en serio con la iniciativa privada la pesada e importantísinia carga de formar a los titulados superiores. Tres de los cánceres de la actual Universidad pública -falta de financiación e inversiones, profesores-funcionarios mal pagados y desmotivados y distanciamiento del mercado de empleo- tendrían meJor solución si se abriera un marco donde también la competencia se convierta en un factor natural de selección.
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