El cálculo de la eternidad
Parece ser que el tope de nuestra economía de salvación anda en el 0,5% de la cuota íntegra, dice el autor, que escribe sobre la oportunidad del impuesto religioso que se incluye entre los presupuestos de la declaración de la renta. El cálculo de lo que vale la participación de los católicos en los gastos de la Iglesia parece haberse hecho como una manera de calcular lo que vale la salvación del alma.
Siempre anduvo la filosofía flirteando con la eternidad. Desde Platón tenemos la certeza de que este ejercicio ha sido un modelo de preparación para la muerte. Qué duda cabe, tras tanto cristianismo y platonismo para el pueblo, que la inmortalidad del alma y su salvación no han dado respiro a la historia de la filosofía.Habiéndose hipotecado de esta forma, no es de extrañar entonces que buena parte de la filosofía pudiera acabar transformada en una descarada operación comercial. Puede que la inmensa mayoría de los problemas metafísicos aspire exclusivamente a convocar mediante el logos una eternidad beatífica con la que tranquilizar nuestro destino de seres finitos y mortales.
Qué cantidad de energías espirituales concentradas para demostrar filosóficamente la eternidad del alma, la identidad metafísica del yo, la existencia de Dios, la justicia eterna con su premio o castigo... Miles y miles de libros dedicados tradicionalmente a redefinir la relación entre el hombre, único animal que teme a la muerte, y el anhelo de eternidad en tanto rechazo de la idea absoluta del dejar de ser.
Todos los discursos de metafísica acaso conllevan sustancialmente un ejercicio de pura economía para la salvación del alma. De hecho, Dios es definido como el más grande economista. Pero para un buen economista nada se hace sin razón productiva, bien a corto, medio o largo plazo. De ahí que Heidegger sospechara de Leibniz: éste no es tanto el descubridor del principio de razón suficiente, sino el inventor de los seguros de vida. ¿No se ha convertido Dios en la pensión vitalicia del más allá con la que sueñan los cristianos?
Pero no era mi intención ofrecerles otro discurso salvador, sino preguntarme: ¿hasta cuándo se está dispuesto a calcular para asegurarnos esa pensión vitalicia? Parece ser que el tope de nuestra economía de salvación anda en el 0,5% de la cuota íntegra.
Ya no hay que darle al César por un lado y a Dios por otro, sino que, como buenos ciudadanos-cristianos, todo a Hacienda, que se encarga de repartir beneficios entre lo humano y lo divino. Ahora el óbolo no hay que dárselo a Caronte; quien aguarda para pasarnos a la otra orilla es Borrell. Metamorfosis obligada, porque el Estado -designio de Dios sobre la Tierra- tenía el destino histórico de convertirse en la nodriza de la Iglesia y, por tanto, en mediadora de lo infinito y del más allá.
Este tanto por ciento concertado con el Estado Vaticano posee una perspectiva de impuesto religioso y se parece un poco al impuesto terrorista del miedo, con la salvedad de que se trata de miedo metafísico-religioso. No se juega uno la vida; el cristiano, ahí, se está jugando el alma. Por eso, a la hora de declarar está sobre un abismo: mientras más defraude al César, tanto más a Dios.
En cualquier caso, esta idea de poder colaborar al sostenimiento económico de la Iglesia católica desde la propia Administración no deja de ser, frente a lo novedoso de la forma, sino la conclusión técnica del cálculo-asegurador metafísico del que venimos hablando.
Técnicamente, la asignación tributaria a fines religiosos puede dar mucho juego. Porque imagínense ustedes que ese tanto por ciento multiplicado por los años productivos de nuestra vida apta para la contribución pudiera tener más efectos celestiales que los primeros viernes de mes o que las estampitas de fray Leopoldo, ¡que ya es rezar con ventaja!
Los ateos empedernidos tienen ahora la posibilidad de jugar al despiste afortunado: señalar con una cruz (nunca con la equis, que es sinónimo de incógnita, y os auténticos cristianos jamás dudan del destino real de esa contribución económica) el casillero dedicado a la felicidad eterna. Nunca se sabe; tal vez, con los respectivos resguardos del pago efectuado religiosamente, las puertas de esa eternidad amable no prevalecerán frente al deseo. Cogidos in fraganti por algún amigo, se puede alegar cosas del niño que, para colmo, ahora le da por la religión en vez de por la ética.
Debemos reconocer que esta idea del 0,5239% es una obra maestra. Porque ya sabíamos que la Iglesia vivía metafísicamente de nuestros pecados y de nuestro miedo, y que económicamente lo hacía de la hipotética caridad cristiana.
Pero que se haya asegurado matemática e institucionalmente esa hipótesis bajo la ley 33/1987, de Presupuestos Generales del Estado, curiosamente un 23 de diciembre, aleluya, a un paso de la conmemoración de la venida de Dios al mundo hecho hombre, esta Idea, digo, es otro hito histórico.
Lírica
Se ha conseguido el sueño anhelado por san Agustín (filósofo-obispo): el gozne entre la ciudad de los hombres y la de Dios, y encima, de forma simplificada. Sin los antiguos líos del alma/cuerpo, sustancia/accidente o devaneos de algún genio maligno, sino exclusivamente con el 0,5%.
Puede que, de cara a la salvación eterna, este tanto por ciento resulte algo tacaño.
Ahora bien, podríamos suponer que para un Estado laico en donde, como no hay suficiente oro para pagar lo que los maestros han hecho por España, se les deja con el insuficiente que ya tienen, esa asignación tributaria sea, diga lo que digan Caronte-Borrell, todo un agravio.
Y es que no cesan de correr malos tiempos para la lírica. Incluso para esta cuota de eternidades.
es profesor de Filosofía de la universidad Autónoma de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.