El diezmo de las ánimas
La ocasión del llamado impuesto religioso es una de ésas en las que un malentendido pragmatismo conciliador pasa por encima de formas democráticas que no deberían ser tan instrumentalmente desdeñadas. Las democracias modernas son desde luego formales (las que no son formales tampoco son modernas ni democracias) y ello debe indicar que ciertas faltas de respeto al modo correcto de hacer las cosas pueden tener más trascendencia de la aparente. Vamos, que ningún huevo irenista puede justificar el menosprecio del fuero al que el conjunto del juego tiene que someterse.Lo malo del impuesto religioso no estriba en la cantidad que hay que pagar, pues no añade nada a la ya establecida carga tributaria (si hubiera consistido en proponer pagar un suplemento voluntario además de la tributación debida, las protestas hubieran sido ensordecedoras). Ni siquiera es lo peor del caso que un Estado laico ayude con cierta asignación de fondos públicos a una institución religiosa: pudiera haber razones históricas o culturales que lo aconsejasen. Lo grave es que eso se proponga como una decisión a tomar por el contribuyente el día que realice su declaración de renta. Los impuestos los pagamos para que el Estado recaude fondos cuyo destino será acordado por el Gobierno y el Parlamento del país. No se pregunta al contribuyente cuánto quiere que se dedique al presupuesto militar (si es que quiere que se dedique algo) o a obras públicas o a educación: para eso vivimos en un régimen de representación política. Tampoco se le pregunta si quiere destinar algo de lo que ha de pagar a Amnistía Internacional, a la Asociación contra la Tortura o al Real Madrid. Son cuestiones que atañen a cada cual y no al Estado: la declaración de renta no es el lugar adecuado para que cada uno haga saber sus devociones, por beneméritas que éstas sean, sino para que cumpla con una obligación comunitaria. El resto de sus bienes los puede dedicar el ciudadano a lo que mejor le parezca: la beneficencia, el deporte, la cultura o el ahorro.
¿Por qué el caso de la Iglesia católica ha de ser diferente al resto de las Iglesias y al resto de las instituciones? Si el Estado acuerda que se le ha de conceder algo, discriminándola así positivamente, ¿por qué no se lo da directamente de una vez, como hace con cualquier otro tipo de asignación? Pero si la ayuda económica a la Iglesia es voluntaria, es decir, que proviene de la decisión privada de cierto número de particulares, ¿por qué mezclar un acto público y obligatorio como la declaración de renta en el asunto? Que cada cual le regale lo que le parezca oportuno y aquí paz y después -es un suponer- gloria. ¿O es que se trata de una cuestión de conciencia? Si así fuere, ¿no es anticonstitucional discriminar a nadie por razones de conciencia en el ejercicio de un deber público? ¿Qué tiene que ver la intimidad de la conciencia de cada cual con la declaración de renta? ¿Por qué ha de quedar constancia pública de una privada opción de conciencia en las listas de Hacienda? Si va a haber un diezmo de libre disposición en los impuestos, que se ponga en los impresos una línea de puntos y cada cual escribiremos el nombre de la institución a la que preferimos beneficiar. Pero con cuidado, porque cuando se paga al recaudador, la mano izquierda sabe muy bien y no olvida lo que ha hecho la mano derecha: por cosas así, muchos se han visto maniatados.
Las argumentaciones eclesiales que con lógico interés apoyan este bendito impuesto (¡lástima que el castellano no cuente en esta ocasión con una palabra como el sacré francés para calificarlo!) me parece que se desvían un tanto del núcleo de la cuestión. Me refiero naturalmente a los razonamientos, no a exabruptos como los de aquel obispo canario que, quizá obsesionado por los sabrosos frutos de su diócesis, calificó a España de república bananera, lo cual cierra el camino de la discusión y abre el del chiste: si este país fuera una república bananera, las bananas se las habrían comido todas hace tiempo los obispos, que son muy monos... Mucho más articulado y ponderado es Alberto Iniesta cuando escribe La bien 'pagá' (EL PAÍS, 11 de junio de 1988), pero temo que tampoco afronta las verdaderas objeciones contra el impuesto.
Iniesta no tiene nada contra el dinero decentemente ganado, que puede ser sano y hasta santo; sólo las riquezas, por lo que tienen de idolatría materialista, merecen repudio evangélico. Creo recordar que Calvino fue un poco más lejos por la línea monetarista, pero como doctrina para una época de paro y crisis la de Iniesta resulta más aceptable. Nos dice que curas y obispos no son peseteros, que cobran sueldos tan modestos como los de penenes: no hay por qué dudarlo (aunque supongo que de todo habrá) y este desprendimiento redundará en beneficio de sus almas. En cualquier caso, otras personas son no menos desprendidas, se dedican a actividades casi igual de útiles y no reciben financiación del erario público. Recuerda Iniesta los muchos centros asistenciales (hospitales, asilos, dispensarios...) que la Iglesia debe mantener. ¿No sería bueno recordar también que esos centros ya cuentan con sus propios apoyos estatales por su interés público y que sólo una ínfima parte del impuesto religioso se destina a su mantenimiento? En cuanto a los miles de edificios y locales destinados a culto, catequesis, seminarios, etcétera, nada parece más indicado que verlos financiados por aquellas personas que van a disfrutar de sus servicios, en la medida y cantidad que su demanda lo requiera. Pero la solidaridad y la fraternidad de los ciudadanos? Pues mire, brillarán con tanto más mérito cuanto más libremente sean elegidos su ejercicio y sus beneficiarios.
En una palabra, lo que nos preocupa no es el posible mal uso que la Iglesia vaya a hacer de los fondos que se le conceden, sino el modo de conseguirlos y lo que implica políticamente tal tipo de concesión. Dejemos aparte problemas prácticos de no pequeña talla, salvo que el hábito de homogeneidad autoritaria nos ciegue ante ellos (por ejemplo, en caso de declaraciones de renta familiares se da por sentado que todos los declarantes deben estar de acuerdo entre decir sí o no a ese impuesto, pues no parece que haya previsto ningún modo de resolver las discrepancias). Habla Iniesta de que incluso los no practicantes pueden tener interés en apoyar a un colectivo de "evidente peso específico en la sociedad española". Ahí está el otro quid del problema. Algunos pensamos que ese peso específico de la Iglesia en la vida española no se debe a su vigencia sociológica real, sino a ayudas irregulares, pero nada sobrenaturales, como este mismo impuesto. Y como deploramos tal peso específico, por sus implicaciones de conservadurismo o fanatismo político, oscurantismo moral y general hálito dogmático, quisiéramos que por fin se sometiera a la prueba de no contar con otro apoyo que el de sus más consecuentes partidarios. A lo mejor resulta que la Iglesia gana todavía más que antes a fuerza de legados y recaudaciones en los cepillos de las catedrales; pero también pudiera ocurrir que la Iglesia católica debiera hacer el ejercicio de humildad práctica de reducirse a sus verdaderas dimensiones y no aspirar a más influencia terrenal que la que hoy le queda efectivamente. Se trata de una apuesta, como se ve, pero de una apuesta limpia, porque Pascal no requirió -que yo sepa- para jugar con ventaja la complicidad de Hacienda.
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