Europa sin fronteras
LOS MINISTROS del Interior de los 12 países de la Comunidad Económica (CE), reunidos en Múnich en el marco de una conferencia regular del Grupo de Trevi, se han puesto a la tarea de levantar un muro exterior con que proteger el espacio común europeo cuando en 1992 se derrumben las fronteras interiores por la entrada en vigor del Acta única. A partir de esa fecha, las fronteras nacionales de la vieja Europa, en cuya defensa millones de europeos murieron unos a manos de otros durante las dos guerras mundiales, ya no serán obstáculo para el libre trasiego de los nacionales de cada uno de los países de la CE por el territorio de los otros.Pero la apertura interior del espacio europeo tiene el peligro de provocar un repliegue de Europa sobre sí misma frente a aquellos países que no forman parte del privilegiado club de los doce. Y eso puede ocurrir si los problemas que plantea la necesaria unificación de las políticas nacionales en materia de emigración, asilo político y de concesión de visados se consideran exclusiva o preferentemente bajo el prisma de la seguridad, y su resolución se deja en manos de los ministros del Interior y Policía de los países de la CE.
Ya es extraño que cuestiones que desbordan, por su complejidad social y su trascendencia política, lo que es un estricto problema de seguridad se aborden en el marco de un grupo de ministros que, como el de Trevi, se ha especializado en la coordinación de la lucha contra el terrorismo internacional. Esa visión preferentemente defensiva ha llevado a los ministros del grupo, y a su cabeza al alemán Friedrich Zimmermann, que ya intentó aplicar en la República Federal de Alemania recetas exclusivamente policiales al problema sanitario del SIDA, a proponer drásticas medidas para frenar a partir de 1992 el incesante flujo de emigrantes y refugiados del Tercer Mundo que cada año arriba al espacio comunitario.
Europa sigue siendo para los habitantes de los países de África, del sureste asiático y de Latinoamérica que huyen de la guerra, del hambre y de la persecución política, la tierra prometida. Unos 16 millones de extranjeros viven actualmente en los países europeos, en algunos de los cuales llegan a representar del 10% al 15% de su población. La emigración del sur al norte de Europa, propia de los años sesenta, ha sido sustituida en los últimos años por la llegada masiva de emigrantes y refugiados procedentes de países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Se calcula que en estos momentos llegan cada año a Europa unos 700.000 emigrantes, de los que más de 150.000 solicitan asilo político. Este impresionante flujo de población plantea problemas de integración social y de convivencia en un momento en que Europa tiene excedente de mano de obra y sus tasas de crecimiento económico apenas logran contener la crisis. Las corrientes xenófobas y racistas que han surgido con fuerza en las sociedades europeas están ahí para atestiguarlo.
Sería injusto, y políticamente desacertado, que la unificación del espacio europeo tuviese como efecto la construcción a su alrededor de una muralla infranqueable para quienes llaman a sus puertas procedentes de países que fueron colonias europeas y sobre cuyas materias primas baratas se generó la prosperidad económica de la que disfrutan hoy la mayoría de los países comunitarios. La delincuencia que pueden provocar los movimientos internacionales de población, y muy especialmente el terrorismo que actúa al socaire de los mismos, es desde luego un problema de seguridad que debe centrar la atención de los ministros europeos del Interior. Pero las políticas globales de los Gobiernos sobre emigración tienen que trascender el concepto de seguridad y situarse en una perspectiva de interdependencia y solidaridad en las relaciones Norte-Sur. Los países meridionales de la Comunidad Europea, y muy particularmente España, hasta hace poco ellos mismos exportadores de mano de obra y de exiliados políticos, tienen la obligación moral de impedir que Europa deje de ser tierra de asilo y acogida.
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