Con la boca seca
El interrogatorio de la acusación no había hecho más que comenzar cuando Rodríguez Pueyo pidió un vaso de agua: "Es que tengo la boca muy seca". Era la sequedad de la tensión, la aridez última del miedo. Pueyo había entrado en la sala con las esposas puestas, con su aire de chico bien tronado y una línea de férrea determinación hincada en su fruncida frente. Ha sido colega de manejos de Messía, y se encuentra en la cárcel por robo con intimidación. Su abogado, al menos hasta el electrizante día de ayer, es Rodríguez Menéndez. Fue este letrado quien le citó como testigo y quien comenzó a preguntar. Y la bomba le estalló entre las manos.En realidad se veía venir, se adivinaba desde el principio en Pueyo cierta actitud de reto. En la forma en que contempló, barbialzado y con moroso aplomo, a los procesados del banquillo; o en su modo de contestar de manera clara y restallante. Pero nadie podía imaginar que un testigo de la defensa pudiera revolverse de ese modo. Y menos que nadie su propio abogado, este Rodríguez Meriéndez que, a medida que Pueyo respondía, iba apagando la voz, tensando los mofletes y abrumando los hombros.
Porque, desde el primer momento, el testigo sostuvo que, según Messía, Corella había muerto en las dependencias policiales; y que, pese a que el aristócrata no era nada fiable, Pueyo le creía por las circunstancias en que se había producido la confidencia: en medio de la huelga de hambre de Messía, encontrándose éste muy debilitado y creyéndose al borde de la muerte. Fue ahí cuando Rodríguez Menéndez, que tanto gusta de insistir, repetir y marear a los testigos, decidió, sin embargo, dar por acabado su brevísimo interrogatorio. Y fue también ahí cuando Pueyo, con la voz pastosa, pidió su vaso de agua. Enfrentarte a tu propio abogado y testificar cosas tan graves es un atrevimiento que puede secarte incluso el alma.
Entonces comenzó a interrogar la acusación, y Pueyo se lanzó a contestar como quien se arroja a un pozo de aguas turbias: con la tensa determinación del que, tras mucho reflexionar, ha tomado una decisión irreversible. Lo explicaba todo, lo respondía todo, y el ambiente se cuajaba de chispas. Y, así, contó con todo lujo de detalles su versión de la muerte: la hemorragia de Corella, la subida al médico, la administración de calmantes y coagulantes, el paro cardiaco. Y dijo que sacaron el cuerpo por la puerta principal, y que Messía lo arrojó al pantano de Guadalén al día siguiente.
Hablaba y hablaba Pueyo, mientras la sala guardaba un silencio congelado, y el aire se cortaba, y Rodríguez Meriéndez desaparecía de mi vista sumido en quién sabe qué honduras del asiento, y Tuero y Salgado, también defensores, mostraban a la adversidad un perfil gravísimo y plomizo, y las espaldas de los acusados, en fin, eran una muralla tensa y erguida, con toda la preocupación clavada en los omóplatos.
Es el tribunal el que ha de decidir la autenticidad de lo dicho por Pueyo; pero, verdad o no, su declaración resultaba coherente y poseía fuerza dramática. Ahí estaba Pueyo, testigo de la defensa y, sin embargo, acusador, contestando a las preguntas sin respuesta del proceso y resistiendo templadamente el incendio que las miradas, de los acusados debían de estar prendiéndole en la nuca. Cuál habrá sido su proceso mental; qué le habrá decidido a declarar como lo ha hecho. En las películas americanas, la sesión de ayer hubiera podido ser una apoteósica escena final. Pero aquí no estamos en una película, y por eso Pueyo pidió un vaso de agua para apagar el miedo. Para disolver la sequedad terrosa de un futuro incierto.
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