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En la espiral

¿Cuándo comenzó a desbordar la dinámica de la conflictividad al Gobierno y a los sindicatos? Reinosa, Alúmina Aluminio y Euskalduna eran ya síntomas de una conflictividad que se retroalimentaba, que no lograba encontrar una salida racional que diera satisfacción a las reivindicaciones obreras sin dañar los intereses generales del país. Pero con la huelga de los enseñantes no universitarios y con la firma casi clandestina del convenio de banca se ha dado un paso más allá y crece la sensación de que no hay combinación posible de realismo y flexibilidad, por parte de la patronal (pública o privada) y de los sindicatos, capaz de frenar lo que a veces parece ya una imparable espiral de enfrentamiento que perjudica a una inmensa mayoría de los ciudadanos.¿Cómo se ha llegado a esta situación? Las anécdotas personales no explican el fondo de la cuestión, ciertamente, pero no cabe duda de la existencia de síntomas de que una mala conexión de talantes desempeñó un muy importante papel en el comienzo de la crisis. Pese a eso, claro, hay que contar con las cuestiones de fondo: el ajuste económico dejaba límites muy estrechos a la política de redistribución de rentas, a la política de prestaciones sociales. Eso era algo inevitable una vez que se aceptaba que la crisis de los años setenta no era una crisis keynesiana y que los salarios altos y los puestos estables que reclamaban los sindicatos no eran la solución para la crisis, aunque hubieran sido la receta para el crecimiento en los años cincuenta y sesenta.

Conviene subrayar este punto: ciertamente un crecimiento económico sano se traduce en salarios altos y en reducción de la precariedad (aunque tampoco necesariamente de la flexibilidad), pero puede suceder que los salarios altos en trabajos estables no aseguren el crecimiento si la crisis no viene provocada por la escasa demanda sino por la baja rentabilidad. Los ricos comen caviar y beben champaña, pero no es obvio que comer caviar y beber champaña conduzca a la riqueza. A estas alturas hay cierto consenso sobre la raíz no keynesiana de la crisis, y sólo algunos economistas intelectual o afectivamente vinculados a los partidos comunistas siguen ignorando que el crecimiento no puede recuperarse con el keynesianismo en un solo país.

Partiendo de esta base sólo se podía hacer, con ligeras variantes, lo que hizo el Gobierno socialista. Los comentaristas suelen mostrarse sarcásticos ante esos balances autosatisfechos de su gestión que periódicamente publica el PSOE, pero no estaría de más verlos en detalle, en el contexto de un ajuste a la crisis mundial y de un ajuste que se comenzaba con retraso (por culpa de la transición política a la democracia, que llevó a posponer las medidas más impopulares de austeridad y reconversión) y desde condiciones muy malas (baja productividad en términos europeos y un crecimiento más rápido del coste laboral unitario). Han aumentado las plazas escolares, la cobertura de la Seguridad Social, se ha saneado y extendido el sistema de pensiones, y ahora ya incluso ha comenzado a crecer el empleo.

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¿Se podría haber hecho más? Hay ciertas razones para pensar que no, que los modales podían haber sido mejores, pero las sumas no. Se ha mantenido el nivel de vida de los trabajadores con empleo a la vez que se buscaba una elevación de la rentabilidad para recuperar la inversión y el empleo. Las víctimas reales de la crisis han sido los parados, los jóvenes en busca del primer empleo, los expulsados del mercado de trabajo sin cobertura social. Con un menor déficit presupuestario se podrían haber buscado medios para ampliar esa cobertura, pero pensar que un mayor endeudamiento público era la vía para salir de la crisis es ignorar que la consiguiente tensión de los mercados financieros habría favorecido la especulación y cerrado el camino a la inversión. Y sobre todo no se puede decir sin impudor que una mayor subida de las tasas salariales habría favorecido la creación de empleo. Al menos habría que recordar lo que sucedió en Francia en 1981 y 1982.

El problema, entonces, podría no ser que existiera una política económica alternativa, como parecen defender aún los sindicatos, y que el Gobierno socialista hubiera traicionado a su base social al optar por una política conservadora. El problema podría ser que se hubiera intentado racionalizar un desencuentro, un enfrentamiento político, en términos imaginariamente ideológicos: izquierda (sindicatos) frente a derecha (Gobierno socialista). Así se llega a una caricatura: si el Gobierno acepta una cierta tasa de crecimiento salarial es un Gobierno progresista, pero si recomienda una tasa ligeramente inferior es conservador. No es posible sensatamente decir que un punto y medio de crecimiento salarial es lo que separa a la derecha de la izquierda.

Pero ahora nos enfrentamos a las consecuencias. La continua denuncia por los sindicatos del carácter conservador de la política económica del Gobierno, junto con la evidencia de los buenos resultados de esa misma política, han provocado una explosión de expectativas y una consiguiente oleada de radicalismo reivindicativo, que se diría ya inmanejable tanto por el Gobierno como por los propios sindicatos. Es una manifestación perversa del llamado efecto túnel de Hirschman. Cuando en un atasco comienzan a avanzar los automóviles de una fila, los de las restantes confian en que a ellos les va tocar inmediatamente. Pero si la recuperación del tráfico en las demás filas se retrasa, si las expectativas se ven defraudadas, cunden la exasperación y las conductas insolidarias, y el atasco se agrava.

En la carretera de la economía española la fila del capital ya comenzó a moverse hace dos años, y en el último año todas las demás filas dieron muestras de reactivación. Pero no lo bastante rápida para las expectativas creadas, y aquí es donde entran en escena los sindicatos. En vez de buscar una concertación para relacionar los crecimientos salariales con la marcha de la economía global y la extensión de los servicios sociales, según la oferta del Gobierno en el verano de 1987, los sindicatos optaron por una descarada afirmación de corporativismo: nosotros exigimos lo que quieren nuestras bases, y ustedes (como puedan) se las apañan para dárnoslo y para que a la vez siga funcionando la máquina. Y si no, habrá bronca.

Y bronca está habiendo, qué duda cabe. Un secuestro con multitud de rehenes (alumnos, padres), una fuente de profundo descontento social. En momentos, además, en que la derecha ha encontrado en la calumnia difusa su mejor arma contra el Gobierno democrático, repitiendo la vieja consigna fascista: todos los políticos son iguales, igualmente corruptos. La democracia (y no sólo el Gobierno socialista) se deslegitima, y lo peor es que no se ve salida a la espiral del conflicto. Véase el convenio de la banca: el excesivo tono de las reivindicaciones iniciales ha creado una situación en que el único convenio que los sindicatos se han sentide, capaces de conseguir puede ser rechazado por unas bases exasperadas.

Habría que saber escarmentar en cabeza ajena. En el movimiento universitario toda una generación aprendió que una huelga sin salida (la de Medicina de la Complutense en 1972) daña a las dos partes, pero a la larga refuerza el conservadurismode la más fuerte. La actual situación de los sindicatos de banca sugiere que crear expectativas irrealizables es un bumerán que acaba desnucando al que lo lanzó. ¿Nadie va a ser capaz de decir a los enseñantes que no se pueden imponer en el sector público crecimientos salariales superiores al 10% sin crear una situación caótica, que pondría en peligro la recuperación de este pobre país, sus posibilidades de sobrevivir al choque de 1992? Tras el referéndum sobre el preacuerdo con el ministerio ya es obvio que la enseñanza ha entrado en la misma espiral que desbordó a los sindlicatos en la banca. ¿Nadie va a intentar romper la espiral?

Queda el punto más grave: la tradición de cinismo asociativo de este país hace más vulneriables a los sindicatos que a la propia. democracia. Quienes dan la razón a los sindicatos frente al Gobierno puede que no se vayan a afiliar jamás a una organización de trabajadores pero sigan votando en unas elecciones. La clase: media perjudicada por las huelgas puede que vote la próxima vez a la derecha, pero no es fácil que desarrolle una cultura de organización sindical. Ahora que quizá no es demasiado tarde, ahora que las cosas están tan mal que todo el mundo puede ver lo que se juega, sería el momento de recuperar la sangre fría,sentarse a negociar con sentido de la realidad y evitar que la sociedad española se vea arrastrada en una espiral de conflictos sin salida en la que todos resulitaríamos perjudicados. Y en primer lugar, como siempre, los trabajadores.

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