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Tribuna
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Los úItimos de la fila

"Los proletarios no tienen patria", proclamaba hace 140 años el Manifiesto. Hoy casi podría decirse que muchos de ellos lo único que tienen es la patria (o el anhelo de alcanzar una). En Cataluña, el ascenso fulgurante del nacionalismo pujolista a partir de 1980 se asentó en su capacidad de atracción sobre sectores de la clase obrera -en gran parte inmigrante- del cinturón industrial de Barcelona, donde la izquierda fue hegemónica hasta entonces. Antes de la crisis de los años setenta, un joven recién salido de la escuela profesional tenía más o menos prefigurado su futuro. Ahora, los jóvenes habitantes de esos barrios ignoran si alguna vez tendrán un trabajo estable, cuándo podrán casarse, si se verán o no obligados a cambiar de barrio. Su fututro no se presenta necesariamente peor, pero sí más incierto.La inseguridad ante el porvenir favorece la búsqueda de referencias colectivas, de sentimientos de identificación, de comunión espiritual, real o ilusoria, con lo establecido. En primer lugar, con la patria. Para quienes ocupan los lugares postreros en la fila, llegar a formar parte de la nación significa dejar la última plaza a los recién llegados o a los que no se han integrado. Tener una patria genuina, ser tan catalán como el que más, está al alcance de cualquiera: basta con votar cada cuatro años a los más genuinamente catalanes. A Pujol, por ejemplo.

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Los ideólogos de la izquierda han explicado convincentemente mediante qué mecanismos simbólicos se ha producido ese fenómeno, subrayando el ventajismo de los nacionalistas al polarizar el voto entre la patria y la antipatria. Pero tal vez se han olvidado de sus propias responsabilidades en el éxito inusitado del mecanismo. La cosa viene de lejos. A mediados de los sesenta, el catalanismo, entendido como sentimiento compartido de frustración, era común a todas las fuerzas de la oposición. Los nacionalistas propiamente dichos eran, como ha reconocido implícitamente Pujol al rememorar su biografía, poco numerosos y escasamente activos. Y, desde luego, nada radicales.

Pero la izquierda intentó el desbordamiento y fue desbordada. Erigiéndose en agente concienciador del nacionalismo, socialistas y comunistas, sobre todo estos últimos, dominantes en la oposición catalana de la época, proclamaron que su misión era arrebatar las banderas de la liberación nacional de las manos de la burguesía y se lanzaron a la tarea con entusiasmo. Frente al estatutismo descafeinado de los herederos de la Lliga, se proclamó que tan sólo el ejercicio de la autodeterminación garantizaba la libertad de Cataluña. La lucha de clases y la lucha nacional no eran sino "las dos caras de la misma moneda", y la elase obrera debía ponerse a la vanguardia de toda reivindicación nacionalista, incluidas las no planteadas por los propios nacionalistas. Éstos, para no quedarse atrás en materia de devoción patriótica, se vieron obligados a extremar su celo. El resultado fue que toda la vida política catalana tendió a girar en torno al eje nacionalismo-estatalismo, y las tensiones sociales se expresaron en clave nacionalista.

El filonacionalismo de la izquierda ha legitimado a sus rivales de hoy. Tal vez continúa haciéndolo. El PSUC pretende salir de su crisis adaptándose a los valores, mitos, símbolos, pautas de comportamiento del nacionalismo radical. Se propone la reforma del Estatut en los términos queridos por ese nacionalismo y en sus mítines los más jóvenes reclaman la independencia. Los socialistas reprochan a Convergéncia su ambigüedad, su indefinición sobre el modelo autonómico.

Pero ellos mismos son incapaces de acreditar un proyecto de autonomía capaz, desde la cultura de la izquierda, de competir con el pujolismo ante esos últimos de la fila a la búsqueda de rasgos de identificación colectiva. Parecía que el debate sobre el federalismo anunciaba un planteamiento superador de la dialéctica patriótica, un catalanismo solidario, culturalmente abierto y políticamente viable. Entonces, ¿por qué ha desaparecido de la campaña?

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