La pasión por lo obvio
Ya sabemos con todo detalle dónde estábamos en Mayo del 68. El problema consiste en saber dónde estamos en mayo de 1988. Y no es cosa fácil. Para saber lo que ocurrió hace 20 años basta repasar los periódicos, las revistas, los documentales de la época. Allí está todo en las hemerotecas y en las filmotecas. Más todavía, en eso y sólo en eso consisten estos pelmazos funerales de la utopía grande: en reproducir las escrituras de entonces, en proyectar lo filmado, en fotocopiar las fotocopias doctrinales, en repetir al pie de la letra lo que se repetía al pie de la manifestación. En añadir sin añadir o quitar una coma o un plano, ni siquiera una hipótesis. Una celebración espléndidamente facsimilar. No olvidemos lo que dijo Barthes: aquello no fue la toma de la Bastilla ni cosa por el estilo; sólo fue la prise de parole. Y las palabras se graban, se archivan, se filman. No recordamos Mayo del 68 porque tenemos nostalgia de aquellos hechos o de aquellas ideas; es que tenemos mucho material archivado.Ahora bien, si hacemos la misma operación ojeadora con los periódicos y revistas de este mayo de 1988 es improbable que encontremos en ellos el presente, el de ahora mismo, sobre todo en las primeras páginas, a toda plana, en grandes titulares. Excepto que confundamos lo que se cuenta con lo que acontece, lo que comentan con lo que ocurre. O peor aún: excepto que nos creamos que eso que nuestros periódicos y revistas vocean como rabiosas actualidades políticas de este mayo de 1988 tienen algo que ver con la actualidad o con la política, tal y como se pronuncian por ahí fuera estos dos términos.
No escojo este mayo por capricho. Lo utilizo porque es uno de los meses más ruidosos de las últimas temporadas, que parece vomitar pasión política por los cuatro costados, como en los viejos tiempos, superpoblado de conflictos sociales, que no da reposo a los teletipos con noticias de urgencia, protagonizado casi en exclusiva por políticos, policías y periodistas. Justamente el mayo del tráfico de influencias, de las comisarías corruptas y torturadoras, de los maestros en ira, de la guerra de sondeos, de los vendavales desestabilizadores, de las elecciones catalanas, de los astilleros rugientes, del terrorismo que no cesa, del nerviosismo en la Moncloae. Incluso, por lo visto, por fin, el mes de la crisis gubernamental.
Precisamente en las páginas de este mayo tan sobrecargado de titulares atronantes leo yo la fuga del presente. Ocurren muchas cosas, cierto, pero las cosas que ocurren suenan a otras épocas, tendrían que haber ocurrido hace muchos mayos. Estas actualidades que monopolizan la atención de los comentaristas y erigen a los políticos en protagonistas de lo cotidiano, e incluso en acontecimientos de cuatricromía, denotan la nula actualidad de esos discursos que se empeñan en confundir ciertos problemas pendientes heredados del pasado, y del más atípico de los pasados, con los problemas que implica la modernidad pendiente. Esta insólita e histérica centralidad de lo político en la que parecemos vivir por culpa de las potentes maquinarias amplificadoras de los periodistas y de los políticos, retroalimentadas en santa alianza, no es más que una grosera representación que encubre el inmenso vacío político en el que están instalados, que finge pasión política en las alturas para contrarrestar tanta desafección lectora y electora en la calle, que simula duelos acceso nos, para ocultar el consenso fundamental, que juega al politeísmo no sólo para maquillar su indecente monoteísmo, sino para luchar contra el fantasma del paro que verdaderamente nos obsesiona, el agnosticismo político.
No hablo de la muerte de la política, sino de las propiedades mortíferas de lo político. Dicho así, el neutro neutralizante. Lo político como degeneración de la politeia. Algo que suena a cosa, que hace, referencia a un aparato, a una maquinaria, a una burocracia, a una retórica. Una tecnología de doble uso, uso político y periodístico, cuya misión consiste en diseñar y amplificar una actualidad que conjura el presente, que expulsa la complejidad, que anula el disenso. Me refiero a esa actualidad política que diariamente transforma lo obvio en acontecimiento.
Ahí está nuestra eterna maldición histórica: hemos pasado de un tiempo en el que había que luchar por lo que era evidente a una época en la que batallamos por lo que es obvio. La democracia, las libertades, la pluralidad, todo aquello que reprimía la dictadura, era lo evidente. Evidencias con dos siglos de tradición a las espaldas. Y lo obvio es esa retahíla de problemas pendientes que deberían estar resueltos hace más de medio siglo y que ahora nos venden como signos del presente: los nacionalismos violentos o pacíficos, la ética del poder, la miseria educativa, las corrupciones administrativas, las consecuencias de una crisis de la primera industrialización cuando ya consumimos con desparpajo mercancías de la tercera fase industrial, los problemas derivados de la occidentalización, el cosmopolitismo cultural, la mafia policial. En fin, todos los graves problemas cotidianos que articulan eso que por aquí llamamos grave actualidad política, pero que por ahí fuera hace ya mucho tiempo que ni son problemas graves ni tan siquiera tienen rango político o periodístico de problemas.
Lo obvio hay que resolverlo cuanto antes, obviamente. Incluso con el mismo entusiasmo que le echábamos a la instauración de lo evidente. Ahora bien, no conviene confundir el doloroso ruido que hace lo obvio con los sonidos del presente. De esa confusión se alimenta la neutralizante máquina de lo político. Esas tensiones generadas por los problemas pendientes, cuando son elevadas a categoría central de la actualidad informativa, como ocurre ahora mismo, acaban legitimando el consenso, perpetuando el monoteísmo, bloqueando la reflexión política, excluyendo la complejidad, disuadiendo las disidencias, reinstaurando el pasado. Nos vacunan contra las nuevas tensiones.
Porque, vamos a ver, sinceramente, ¿hay alguien que defienda la corrupción, las torturas, el terrorismo, el paro, la miseria educativa, el tráfico de influencias, cosas así? Y sobre todo, ¿cómo puede hablarse de pluralismo político, de contiendas ideológicas, de duelos culturales o filosóficos si no salimos del discurso de lo obvio, si únicamente discutimos de los' fundamentos indiscutibles, si estamos todo el santo día traficando con una ética elemental que, no sólo está escrita desde hace siglo y pico en toda constitución decente, sino inscrita, en el código genético de una" docena de generaciones de europeos?
Esta permanente pasión política en la que parecemos estar inmersos no es más que la última estratagema de lo político para disfrazar su obsceno esqueleto neutralizante. Si no fuera por la astuta manipulación de esas tensiones de lo obvio, con su vieja carga emocional, quedarían al descubierto las vergüenzas del neutro. Mientras los viejos problemas pendientes sigan pendientes y encima ocupen el presente con grandes titulares y comentarios patéticos, no prevalecerá el temible agnosticismo político. ¿Qué pasiones podría desatar la actividad política si por fin se resolviera lo obvio, que ya es hora, muchachos, y quedara reducida a lo que verdaderamente es? Es decir, si lo político apareciera ante nuestros ojos tal cual, como máquina electoral, aparato sondeador, oficina de estadísticas, banco de datos, recaudador de impuestos, medio de comunicación, factoría de burocracia, gestor macroeconómico, agente del orden público, agencia de colocación, viajante de comercio o materia prima informativa.
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