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LA CARRERA HACIA EL ELÍSEO

El último combate contra Charles de Gaulle

Arriesgada apuesta para que Francia entre en la modernidad política

Lluís Bassets

Los más celosos herederos ideológicos del general De Gaulle no han perdonado a François Mitterrand sus siete años en la cabeza de la V República, el régimen que fundara el jefe de la Francia libre. Pero lo que irrita a los arqueogaullistas, a personas como el hijo del general, el almirante Philippe de Gaulle, no es únicamente el intento, primero, de romper con el capitalismo y, luego, de asentar el socialismo moderado como fuerza legítima capaz de la alternancia con los conservadores. Ni tan sólo la brillante resolución de la cohabitación entre el presidente socialista y su primer ministro conservador, el ahora derrotado Jacques Chirac.

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Mitterrand es, para este sector de la opinión política francesa, el crítico implacable de las instituciones de la V República, el incansable enemigo del general, el hombre dispuesto a buscar el relevo o el recambio desde el primer día con audaz insolencia: en 1965, cuando se presentó a la elección presidencial y consiguió que De Gaulle no obtuviera la mayoría en la primera vuelta como imaginaba él mismo y sus plebiscitarios partidarios; en mayo de 1968, cuando se ofreció para formar un Gobierno de salvación nacional que resolviera la crisis creada por la revuelta estudiantil; en 1981, cuando llegó a la presidencia, y de 1986 y 1988, cuando alcanzó una popularidad y una imagen internacional sólo parangonables a las de su antecesor.No le perdonan, ante todo, que haya conseguido suceder al general. Luego, que haya llegado a emularle, subido precisamente al zócalo de una presidencia y de unas instituciones que el propio Mitterrand denigró. Y finalmente, que a partir de ahí se haya convertido en el sepulturero del gaullismo. Sepulturero, además, por partida doble: Mitterrand ha enterrado la sombra de De Gaulle, ahora quiere enterrar al gaullismo como partido político con vocación de vertebración y monopolio de la derecha francesa y, desde ahí, de monopolio del Estado.

La figura histórica de Mitterrand, con un segundo septenio corno presidente ante sí, con la perspectiva de la Europa del mercado único de 1993 y de la unidad política para los siguientes años, ensombrece la figura del general y es la imagen civil de una Francia europea que eclipsa la imagen bonapartista de una Francia ensimismada en su antigua grandeza.

Le Pen, sepulturero

Frente a ella se alza, como única idea claramente diferenciada, la imagen de los anti-De Gaulle de la extrema derecha, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, sepulturero también del general en el otro lado del espectro ideológico.Todo lo que existe entre Mitterrand y Le Pen, después de la victoria de ayer se deslizará más pronto o más tarde hacia uno u otro lado, hacia la nostalgia del régimen de Vichy o hacia el centroizquierda moderno, liberal y social, profundamente europeo y despegado de los fantasmas y demonios familiares que han atormentado a Francia en los últimos decenios.

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El programa de acción del presidente en su segundo mandato cuenta en el orden del día con un primerísimo capítulo: remodelar el sistema de partidos políticos. Esto significa inducir la creación de un centro capaz de aliarse con el socialismo y arrinconar hacia la derecha al partido neogaullista, el RPR (Asamblea para la República) de Jacques Chirac, forzándole al pacto mortal con el Frente Nacional.

Pero la tarea que le espera hoy a Mitterrand no es nada fácil. En su ambicioso plan deberá actuar de auténtico demiurgo del sistema político francés. La consolidación del Partido Socialista como principal fuerza política, la minimización del Partido Comunista y la propia fragmentación de la derecha francesa en tres porciones casi idénticas se debe en buena parte a sus méritos. Ahora deberá inventarse el centro, superar las resistencias socialistas a la derechización e imaginar cómo llegar a la liquidación de la fuerza inquietante del Frente Nacional, en tantos aspectos imprescindible hasta ahora para sus planes de derribo y reconstrucción, pero excesivamente peligrosa para la propia estabilidad.

Durante la campaña electoral sus enemigos han calificado sus propósitos de aventureros y han identificado su victoria con la incertidumbre. Lo cierto es que la reelección, según observadores de la derecha, puede alejar a los conservadores del poder durante muchos años. Lo cierto también es que ésta es la apuesta arriesgada por hacer entrar a Francia, de una vez por todas, en la modernidad de una vida política más parlamentaria, menos presidencialista y menos radicalizada sobre dos extremos. Fruto de una idea política e ideológica, la apuesta de Mitterrand es también un reto personal lleno de ambición y osadía.

"La figura singular del jefe de la Francia libre me seducía y me helaba", escribía Mitterrand en 1971 a propósito de De Gaulle. A partir del doble sentimiento de seducción y de repulsión, Mitterrand ha conseguido arroparse en la sombra del general para vencer a la propia sombra. Con su reelección, ayer, Mitterrand empieza el último episodio de este combate contra las sombras de la historia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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