Risas y lágrimas

, Las grandes puertas de la sala se entreabren y por el hueco asoma el brillo de charol de los tricornios. Todas las miradas están clavadas en esas hojas labradas: detrás está Venero, el gran protagonista de la tarde. Revuelo, zumbido de murmullos, destellos fotográficos: el joyero atraviesa la sala mirando al infinito. Pequeño, embutido en su traje azul rayado y tan insulso e inocente en su apariencia como un vendedor de seguros de escaso éxito.
Los acusados ya están en el banquillo: siete espaldas a contemplar delante de ti. Cuando el magistrado pregunta a Venero si los conoce, las espaldas se envaran levemente. El joyero, se vuelve: recorre tres veces con la mirada la fila de acusados, morosamente, con aplomo, aunque enrojecido hasta las cejas. Ya lo dijo Venero en El Globo hace poco: "Tengo la completa seguridad de que tarde o temprano vendrán a por mí". Venero es el traidor, y en Santander le espera un futuro preñado de amenazas. También Manzano salió anteayer de aquí camino del peligro y de la mitificación barrial y marginada. Él es el héroe de su gente. Una heroicidad a la que jamás podrá aspirar este joyero diminuto de vida turbulenta.
En el descanso, Rodríguez Menéndez se abalanza a los bancos de la prensa: qué mentiroso, qué cínico, qué patán este Venero, repite una y otra vez el defensor, a quien el joyero ha acusado de ser jefe de la mafia. Y el abogado manosea papeles, explica contradicciones, cuenta la trayectoria de delitos de Venero. Un angelito, en fin, un angelito, repite Rodríguez Menéndez, enorme, dicharachero, y derramando inocencia y la seducción del vendedor.
Venero, momentos antes con esa manera suya de hablar sin decir, de decir sin rematar, ha ido dejando entrever cosas tremendas. Por ejemplo, que le dijeron que amañara pistas falsas sobre Corella. O que en un pub, con unas copas, los policías confirmaron la muerte de el Nani, entre bromas y veras. La declaración es lenta y morosa. Y las lecturas que el secretario hace del sumario son titubeantes, congeladas. Ahí, en esa voz ausente, oímos frases como "se nos quedó en la brigada", "del Nani no quedan ni los dientes" o "darle matarile", palabras del submundo lingüístico que restallan en la prosopopeya procesal una pista del horror colándose a través de tanto traje cruzado, de tanta reivindicación de probidad. Del Nani no quedan ni los dientes.
Y Rodríguez Menéndez ríe, ríe todo el rato. Hace gestos a sus defendidos, muecas, alza las cejas, guiña el ojo a Gutiérrez Lobo, y le baila en la boca una eterna sonrisa displicente. Él no es el único al parecer regocijado; las espaldas de algunos acusados (Gutiérrez Lobo, por ejemplo) se han estremecido un par de veces de un júbilo a no dudar notable. Pero fuera, en el descanso, la hermana pequeña de Corella llora convulsamente en un hombro amigo. "Es que, claro, hablan y hablan, pero se refieren a nuestro hermano", explica otra Corella con los ojos centelleantes y muy secos. Ni los dientes, explica el sumario que escuchó Venero.
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