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La piramide

Mi encuentro con aquel hombre, de esto hace ya algunas semanas, cambió mi vida. De lejos se veía en él a tipo de talento. Terno oscuro, tez morena, estatura terciada, su estampa cobraba dignidad a medida que avanzaba hacia mí arrastrando una cojera de clase superior, como hecha a la medida. El bastón le daba ese toque de señorío que el nogal aporta a los refinados interiores de los coches ingleses.Sin embargo, no era un gentleman propiamente dicho. Pertenecía a esa clase de hombres capaces de frenar con la mirada el giro de la ruleta. Cuando le conocí había clavado su ojo de fenicio sobre el Quinto Centenario, cuyo patrocinio había logrado para un proyecto que guardaba en aquel carpetón encinchado con banda de colores.

Cuando por fin destapó el secreto comprendí la finura de su talento. Aquel hombre, para subirse al carro del descubrimiento, había ido más lejos que Colón: su ruta no comenzaba en Palos, sino al pie de las pirámides de Egipto, a las que pintaba con primor, en ricas variaciones cromáticas, pero sin abandonar jamás el perfil clásico que nos legó el Nilo.

Poesía, álgebra y filosofía conformaban en su discurso una cosmogonía que cristalizaba en forma de pirámide. Todo cabía, según él, en esta forma geométrica, incluso el continente americano. Para demostrarlo pensaba recorrerlo de norte a sur con la pirámide a cuestas, siempre que los responsables del acontecimiento aflojaran la bolsa. Y, al parecer, lo hicieron.

Había oído hablar de los negocios de la Expo y de los que piensan llegar ricos al 92. Los vientos de aquella época que ahora se agitan es lógico que levanten un rumor de doblones. Siempre me pareció, en todo caso, un rumor lejano, hasta que me encontré al hombre de la pirámide. Si él pudo, por qué no he de poder yo. Sin hacienda; apenas con oficio; no diseño; sin posibilidad de traficar en influencias ni de dar un braguetazo, el 92 es mi última oportunidad de hacerme rico. Todo consiste en lograr que el descubrimiento pase por mi vida. Es el huevo de Colón. En ello estamos.

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