Latinoamérica: el otro mundo
Uno de los rasgos de las culturas de Latinoamérica que más debe sorprender al viajero europeo de hoy es su intenso, aun que también cada día más conflictivo, anhelo por participar y sentirse cerca de la cultura europea. A la inversa, una de las características más notorias de la cultura europea de nuestros días es su relativa indiferencia por la moderna realidad cultural y social del Nuevo Continente. La ausencia de la vida cultural americana es notoria en todos los certámenes culturales de trascendencia internacional, ya se trate de pintura, de arquitectura, de filosofía o de cine. Sus citas, muchas veces definidas a título de compensación, no obvian este relativo desconocimiento. Las noticias sobre sus guerras, sus crisis económicas, sobre la hostilidad de sus ciudades o el narcotráfico cubren lo más nutrido del espectro informativo de los medios de comunicación internaciona les, y tienden a alejar el mundo de aquel continente bajo el común denominador, vagamente catastrófico, que las distingue. La relación entre Europa y Latinoamérica no me parece que pueda calificarse precisamente bajo los signos de la reciprocidad.Este afán por acercarse a Europa viene de lejos: define a un tiempo la condición colonial de Latinoamérica y los esfuerzos históricos por librarse de ella. En las primeras páginas de los Comentarios reales, del Inca Garcilaso, la primera y quizá la obra que más radicalmente plantea el dilema de la identidad latinoamericana, se afirma con una vehemencia ligeramente desesperada: el continente americano es el cuarto mundo, pero es parte del mundo, que sólo es uno. Guaman Poma de Ayala, el cronista indio de Perú, llevó las cosas más lejos: en su afán de librarse de una condición de dependencia cultural y política, que la teología cristiana legitimó en nombre de las idolatrías precolombinas, invocó la presencia del apóstol san Bartolomé en los Andes, a imagen y semejanza del mito español de Santiago, para demostrar con ello que los peruanos habían sido cristianos, luego europeos, incluso antes que los españoles.
Pero tampoco la visión de América como el otro mundo, a la vez extraño y exótico, es nueva para la conciencia europea. De hecho, ya antes de descubrirse, el Nuevo Continente gozaba, en la geografía imaginaria de los cartógrafos precolombinos, de una negativa condición: su lugar virtual en el mundo reunía al mismo tiempo la dimensión utópica de un mundo diferente, el orbis alterius, y el carácter a-tópico de un nomundo o un anti-mundo: las antípodas.El descubrimiento de América para los europeos no alteró sustancialmente esta visión negativa de un cuarto continente, definido a la vez como lo otro y como lo opuesto. Las visiones utópicas de un mundo diferente fueron asumidas por el propio Colón, quien, convencido de haber descubierto el Paraíso en el extremo oriental de Asia, rebatió, hasta sus últimos días, la posibilidad de un nuevo continente. Más tarde la misma visión paradisiaca se deslizó hacia las doctrinas apocalípticas de algunos franciscanos, quienes también veían en los indígenas americanos la pervivencia de una humanidad adamita.
Por otra parte, la interpretación humanista del descubrimiento y la conquista volvió sus pasos sobre la tesis sancionada por la teología cristiana, según la cual no podía aceptarse dogmáticamente la posibilidad de un mundo diferente (excluido por tanto de la interpretación canónica del Génesis y de la concepción eclesiástica de la misión ecuménica de Cristo). Por supuesto, el humanismo cristiano, el de un Ginés de Sepúlveda, por ejemplo, aceptaba la posibilidad de tal mundo, puesto que se había descubierto su existencia, pero sólo para convertirlo de nuevo en un antimundo, unas nuevas antípodas como las que imaginó Isidoro de Sevilla, en virtud del carácter idolátrico de las civilizaciones precolombinas, de su naturaleza bárbara, o de su condición anhistórica como simple estado de naturaleza.
De hecho, bajo múltiples figuras, desde la tesis ilustrada del irrecuperable atraso latinoamericano, debido al celo dogmático de la conquista española, hasta el moderno mito positivista del subdesarrollo tecnoeconómico, aquella versión negativa de las Américas como el anti-mundo no parece precisamente olvidada. Y hoy día, bajo los nuevos signos de la crisis económica, del deterioro social que impone la deuda externa o de las múltiples amenazas que plantean los continuados desastres ecológicos de aquel continente, sus guerras regionales y el narcotráfico, los pueblos americanos parecen convertirse nuevamente en objetos de demonización y, por consiguiente, de extrañamiento o exclusión del verdadero, del viejo mundo, como lo fueron sus bisabuelos por el simple hecho de adorar a dioses que los cristianos tenían por falsos.
Pero el viajero europeo que acude a las regiones americanas no sólo tiene que sorprenderse del fervor y respeto de que allí goza lo europeo, sino también del nuevo rostro que la cultura europea ofrece en aquellas tierras. La experiencia latinoamericana se convierte para el europeo en algo así como el medio de un reconocimiento de sí propio, en el que no faltan las flores más sublimes ni los abismos más tenebrosos.
Un par de imágenes serán más elocuentes que mis palabras. Las ciudades del siglo XVIII de Minas Gerais, en el corazón de Brasil, son un paraíso de la civilización barroca. Repujan en belleza y delicadeza el barroco europeo con nuevas dimensiones humanas y estéticas. Potosí, en cambio, creada por la misma quimera del oro, ofrece hoy todavía testimonios de la crueldad y desesperación históricas con que pagó su mítica riqueza. Sus habitantes parecen fantasmas de otro mundo, ex hombres desahuciados de la historia y de la vida.
Un contraste similar se echa de ver entre Brasilia, el idilio de la burocracia brasileña y Santos, uno de los inflemos industriales más importantes del continente. Allí, en el espacio espectacular de la ciudad ideal de Brasilia, se ha configurado el más bello sueño que jamás podía imaginar la utopía del funcionalismo europeo en sus años pioneros. En Santos, otrora uno de los paisajes más paradisiacos de la costa atlántica de Suramérica, puede contemplarse el reverso de la europea utopía del progreso. La expansión industrial ha convertido su extensa región en una de las citas más dolorosas de la destrucción ambiental del continente, que ya afecta a la propia transmisión genética de la reproducción humana. Santos es un desierto químico poblado por ciclópeas formaciones de hierro y hormigón.
El humanismo cristiano definió la conquista y la colonización americanas como una empresa civilizatoria y filantrópica. Fue un "servicio de humanidad, fraternidad entre pueblos, identificación de propósitos, dominio de la justicia y victoria de la sociabilidad humana", según palabras del padre Francisco de Vitoria. Semejante visión, así como sus múltiples adaptaciones modernas, ilustradas, románticas o tecno-económicas, ha sido el bello consuelo de las buenas conciencias europeas. Bajo su voluntad monumentalizadora, esta perspectiva no deja de ocultar, sin embargo, los dos extremos que definen el amplio espectro de la empresa civilizatoria y dominadora de América.
Brasilia y Santos, el paisaje intimista y delicado de Minas Gerais y la desolación que puebla los áridos valles de Potosí son otras tantas citas de aquel mismo dilema entre mundo ignoto y exótico, extremo oriental del Paraíso, utopía de Eldorado, tierra de los adamitas u otras figuras de tierras prometidas y, de otra parte, la región selvática y agresiva de las antípodas, primero sembrada de míticos peligros y poblada por terribles monstruos, y más tarde por pueblos incivilizados y hostiles que sacrificaban hombres en los altares de inefables demonios; el dilema entre el no-lugar del paraíso y de los siempre repetidos experimentos de sociedades utópicas, desde las primeras colonias de franciscanos y jesuitas hasta Brasilia y el anti-lugar de las antípodas, en los que la vida humana había sido definida teológicamente como naturaleza y perversión demoniaca y más tarde como servidumbre y objeto de legítimo expolio y legítima guerra.
La cultura europea se aleja hoy de lo que fue la América portuguesa y española bajo estos mismos signos complementarios: los sueños del paraíso trivializados por la industria turística, y las visiones infernales hoy secularizadas bajo las múltiples figuras de sus nuevas crisis. Pero semejante distancia supone también dar la espalda al rastro de conflictos e inhumanidados que la empresa civilizatoria europea ha dejado en aquel continente como su propia, aunque desplazada o reprimida, imagen. En lo que se refiere a España, significa otro agujero negro en su no demasiado desarrollada memoria histórica.
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