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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ciudadano obispo

EN LA España actual, "el que no se declare increyente o no practicante no tiene un lugar en la sociedad", acaba de enfatizar el obispo auxiliar de Madrid y nuevo secretario de la Conferencia Episcopal, Agustín García Gasco. No se trata de un desliz oratorio ni de una equivocación: el prelado afirma, además, que para un creyente resulta difícil "encontrar salida a su misma situación económica". Una apreciación tan absurda le lleva a concluir a monseñor que la situación actual de los católicos en nuestro país recuerda la de esos mismos creyentes en la Cuba de Fidel Castro, donde el que se declara católico "es un ciudadano de segunda o de tercera categoría". El nuevo secretario general de los obispos tiene constancia de que aquí los creyentes son discriminados en función de su fe a la hora, por ejemplo, de "acceder a puestos de importancia social o política", e incluso de que en determinados medios de comunicación públicos los católicos practicantes se han visto relegados a los pasillos.Es tan descabellado el discurso del obispo que merece la pena preguntarse si es sólo fruto de una mala digestión o significa lo que ha de constituir su línea de acción en el importante puesto que ha comenzado a desempeñar. Pues es obvio que el vehemente prelado desconoce no sólo España y los españoles, sino también la legislación que le ampara a él mismo, los acuerdos que el Vaticano y el Estado mantienen y los privilegios de que la jerarquía católica -jefatura de esos creyentes supuestamente discriminados- sigue disfrutando en este país.

Uno de los méritos de la Constitución española de 1978 fue la adopción de una actitud pragmática ante el hecho religioso, evitando que nuevas querellas doctrinarias como las que ensombrecieron y ensangrentaron nuestra historia en el pasado hicieran imposible el proyecto de convivencia democrática que se trataba de construir. El texto constitucional huye tanto del anticlericalismo histórico como del confesionalismo franquista. Los propios obispos habían allanado felizmente el camino mediante una declaración en la que reconocían los errores cometidos durante su larga colaboración con la dictadura, de la que constituyeron su principal pilar ideológico, después de haber sido también punta de lanza en la guerra fratricida que ensombreció nuestra historia.

La Constitución hace una referencia explícita a la cooperación con la Iglesia católica, referencia que valdría para explicar, por ejemplo, las subvenciones a los colegios religiosos o la aceptación por el Estado del papel de recaudador-financiador de los gastos de personal y culto, o las exenciones fiscales de que gozan los centros de la Iglesia. Si alguna discriminación subsiste en materia religiosa en la España de hoy es la que afecta a las personas que proclaman su agnosticismo -como el ex embajador ante el Vaticano Gonzalo Puente Ojea- o su adhesión a religiones diferentes a la de monseñor García Gasco. Las aberrantes declaraciones de éste tienen que ser por eso fruto exclusivo de su torpeza, pero amenazan con elevarse a síntomas de una nueva política. Sin embargo, no es comprensible que quiera la Iglesia volver a agitar el espantajo del clericalismo ni creemos que esté dispuesta a llamar a una nueva cruzada. Pero entonces el ciudadano García Gasco, español de cinco estrellas gracias a su tonsura y pese a sus opiniones, está necesitando un cursillo en diplomacia vaticana antes de ponerse a trabajar en su nuevo empleo.

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